domingo, 23 de noviembre de 2014

SOLO SON UNA BRISA, UNA NUBE

Casi han pasado veinte años desde que dejaron el instituto para ir a la universidad, y seguir cada uno con su vida por separado. A pesar del tiempo transcurrido, Alejandro aún se pregunta cómo serán los besos de ella, y se tortura imaginando a los hombres que la habrán besado a lo largo de ese tiempo. Solo una vez le había besado la mejilla, en 2º de Bachillerato, cuando salían juntos de una clase. María decidió estudiar psicología y salir con otros chicos, tratando de olvidar ese amor imposible que nunca había sido y que quedó remoto y melancólico, como la última canción de una verbena que atraviesa las laderas de la noche para no dejarnos dormir.
En la actualidad, él vuelve de noche al pueblo de la adolescencia, donde fue feliz sin saberlo, al instituto, y camina sobre las aceras donde le decía que había soñado con ella, mientras María se ruborizaba y agachaba la cabeza cuando salían juntos de clase de inglés. Ella ya no vive allí y ahora trabaja como psicóloga para alguna empresa. Acaba de dejarlo con su último novio. Ambos son felices a ratos, con esos placeres pequeños que cualquiera puede cultivar con un poco de imaginación y otro poco de orgullo, sentados en terrazas donde la noche se hace evidente de pronto, y hay que dormir porque mañana es día laborable y se madruga.
Todavía, después de casi veinte años, a veces el uno sueña con la otra y viceversa. Alguna vez se han encontrado en jardines atardecidos o en cafeterías bulliciosas, siempre de camino a algún sitio donde no hacía falta llegar tan pronto como aseguraban. En esas ocasiones, ella parecía feliz y resuelta mientras le preguntaba cómo le iban las clases, si también estaba de exámenes o en qué estaba trabajando. Luego le decía que estaba bien y que ahora vivía en el Puerto. Él intentaba parecer indiferente y maduro, mientras se deshacía de dolor por dentro viendo lo guapa que estaba, y pensando que seguía teniendo la misma voz que se había grabado a fuego en su memoria. En cambio, solo podía decir que había sido bonito encontrarla, y que de casi todo ya comenzaba a hacer veinte años.
Ambos intercambiaban entonces sus teléfonos y se despedían con un beso, suave y leve, de nuevo en la mejilla. Ella entonces seguía andando camino de su coche, aunque ese día no lo hubiese traído, mientras se le desgarraba el alma. Emocionado pero triste, Alejandro seguía hacia su casa subido en el tranvía. En ese momento, ambos se decían a sí mismos que lo más importante era que el otro estaba bien y, ante eso, los sentimientos de cada uno pasaban a un segundo plano. Al fin y al cabo, ella ya no va casi nunca a su pueblo ni se pasa por el viejo instituto, y él sigue esperando de madrugada, en el mismo banco, bajo las estrellas, a una chica de dieciséis años con la que ha soñado anoche, y con la que se sienta muy cerca en clase de inglés.









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