sábado, 31 de enero de 2015

TESTIGO INQUIETO DEL HORROR

Yo tuve la desgracia de ver todo lo ocurrido. No me perdí ningún detalle y tampoco pude girar el rostro o hacerme el desentendido ante la discusión y los forcejeos que tuvieron como resultado final la muerte horrible de aquella niña, María, de cabellos rubios y expresión dulce e inocente. La miré llegar, iba tras ella un muchacho mayor, lleno de piercings y tatuajes, con gorra y gafas de sol; pero el sol había empezado a descender sobre la ciudad y la sombra crecía copuda y densa bajo las ramas de los plátanos que han plantado aquí.
María estaba guapa, llena de vida, y parecía jugar a escaparse y dejarse coger por el chico que la seguía. El muchacho jugaba a que llegaba y se despedía, escondiéndose tras los árboles. Cuando ella menos lo esperaba, se acercaba sigilosamente para abrazarla por detrás y darle un beso a traición, o tirarle un poco del pelo. Ella estaba encantada, no me cabe duda, con estos juegos; aunque, claro, fingía ser sorprendida. La piel le brillaba y sus risitas se dejaban oír por todo el parque como el gorgoteo de una fuente desconocida.
Todo cambió de pronto cuando apareció detrás de un seto un hombre mayor, de unos cuarenta y tantos años, calvo y gordo que se acercaba lentamente a la niña y le pedía que estuviera tranquila mientras sostenía una navaja en su mano. Luego, ayudado por el muchacho de los tatuajes, se precipitó sobre ella y la amordazó para que no gritase, después le ató las manos con una cuerda que llevaba en el bolsillo. Pocos segundos más tarde, María estaba tendida boca arriba sobre la tierra húmeda del parque, con las piernas abiertas, mientras el cuarentón calvo y el muchacho de la gorra se turnaban para violarla y golpearla con saña, mientras le colocaban la navaja en el cuello y la escupían. La escena duró hasta una hora o más sin que nadie pasara por allí. Después, le cortaron el cuello en un gesto firme, rápido, limpio. Ni siquiera un grito, sólo la evidencia escandalosa de la sangre, y el rictus brutal del horror en los ojos cristalinos de la muchacha.
Quise ayudarla, acudir en su auxilio pese a que yo también podía haber corrido su suerte y ser degollado o apuñalado; pero me quedé quieto, mirando sin pasión como aquella criatura llena de vida y belleza era destrozada y humillada ante mis narices. La ambulancia y la policía vinieron después, siempre demasiado tarde. También llegaron unos padres con el corazón y los nervios rotos, que jamás se recuperarán de un golpe como éste. Se buscan testigos posibles de la violación y el asesinato. Seguro que me han visto, pero me ignoran por completo: no creen o no confían en mí. Yo colaboraría sin dudar con la investigación y podría identificar a esos malditos puercos desalmados. Sí, cantaría de lo lindo buscando justicia o venganza si mi lengua y mis ojos no fueran de piedra. No puedo mover un músculo, ni bajar mi pesada carne de este pedestal en que me han sepultado para siempre.









martes, 27 de enero de 2015

MIENTRAS APAGABAN LAS LUCES

 
Siempre oí que esos anillos que pueden verse en el tronco de un árbol cuando lo cortas, nos dicen su edad; ahora círculos y más círculos asfixiantes me rodeaban y me ahogaban como si una serpiente me hubiese enrollado con su cola sin que pudiera defenderme ni moverme del sitio. Estaba jodido y lo sabía, como sabía que jamás me habían ayudado ni mi carácter ni mis debilidades a salir del agujero; en realidad, saberlo no me servía de mucho, sólo me ayudaba a sufrirlo todo con plena conciencia de que me estaba hundiendo en el lodo, lamentándome por los mismos errores de siempre. Había abandonado mis libros poco a poco, y ya casi no era capaz de concentrarme en nada, ni siquiera en las noticias del periódico que ojeaba con desgana y en ratos muertos, que eran casi todos invariablemente. En los diarios se repetían noticias de fraudes, desfalcos, cuentas en el extranjero, malversación de fondos públicos, inhabilitación de jueces, sueldos millonarios, puestos vitalicios, dorados retiros en el parlamento europeo para políticos longevos, cacerías, lujos, quiebras financieras, fichajes millonarios... y los suicidios o asesinatos pasionales que se daban cada cierto tiempo en el sur de la isla. Cuando el público sube al escenario o cuando la tragedia baja de él y sale a las calles para hacerse cotidiana, uno casi deja de sentir su impacto y de entender cuál es su lección; aunque te lleve por delante.
Mi vida, de pronto, y cuando menos lo esperaba, se había vuelto más abúlica y rutinaria que nunca. Una hastío fatal en el que aún me mantenía con fuerzas para reincidir en mi nuevo lugar favorito, comer alguna cosa y tomar las primeras copas de casi cada noche. Todavía era muy joven, pero a veces notaba como si hubiese envejecido de pronto y temía haber perdido todo resto de sensualidad ahogada en el vino blanco seco que tanto me gustaba, en una buena ginebra o en una botella de whisky escocés. Sin embargo, aún podía fingir cierta compostura mientras trataba sólo de mantenerme sediento y con vida. Miraba a la gente, figuras que desfilaban ante mí como sombras, heladas y sentadas ante sus mesas limpias, sobrias y decentes. La gente que quedaba en el pueblito o pasaba por él para cenar en sus restaurantes y pasear junto al mar, procuraba entretenerse y pasárselo bien, como es lógico. Se vestían lo mejor posible antes de salir de casa, e iban del baño a las mesas, como luciérnagas o polillas inagotables. Los escuchaba reír, los oía hablar con ganas, con alegría, todo tan deslizante y exagerado, estruendoso, que a veces me parecían una ficción obscena del alcohol, una alucinación vengativa contra la que trataba de defenderme con todas mis fuerzas.
Toda aquella farándula, aquellas figuraciones; toda aquella mojiganga velada que cada noche se representaba ante mí era la humanidad, una humanidad demasiado humana que me daba pánico en su displicencia saludable y bien insertada en la sociedad: personas comme il faut, funcionarios del conformismo, especialistas en lo adecuado y lo conveniente. Siempre atentos a todo, interesados y mirando todo, incluso las cosas que les daban asco; observando cada flaqueza posible, cada pequeña minucia en la manada, sobre todo cuando no parecían estar atentos. Un delirio contagioso de humo y sonrisas los envolvía, una fiesta controlada que el vacío y las tentaciones agujereaban constantemente para bailar juntos en su centro y corromperla, desustanciarla por más alto que tocaran los músicos, contaran anécdotas chismosas las mujeres o chillaran los niños corriendo entre las mesas. Imparables, no cesaban de moverse, de estirarse, de palmearse espaldas y lomos, o de quejarse maleducadamente a los camareros por un cubierto supuestamente sucio, una carne poco o muy hecha o un café que habían dejado enfriar.
Era un gran círculo vicioso, un imposible círculo del infierno que condensaba todos los pecados e incluso los exhibía con orgullo, como un nuevo coche o un traje bonito. Aquella era la gente bastante, las excrecencias o restos de una vieja burguesía finisecular y provinciana, muy conservadora y temerosa, que había ido menguando con los años, u ocultándose, enriqueciéndose en secreto con sueldos exagerados, dietas, dinero público, obras millonarias y fraudulentas, falsas herencias y falsas loterías, pelotazos con el paisaje y el suelo como diana, como víctima propiciatoria. Prevaricaciones, traficantes de drogas y de influencias, hijos de antiguos caciques y rancias familias. Toda esta gente hablaba siempre demasiado, aunque no tuviera nada qué decir, siempre llena de inflados y gordos intereses. Toda aquella gente como dueña de un status perpetuo que nunca iba a cambiar (o eso les gustaba creer). Las calles eran suyas y podían decir y presumir de casi todo, sacando pecho como si nunca se hubiesen equivocado o cometido una traición.
Yo los veía y los escuchaba, sobre todo en los fines de semana, porque era imposible no hacerlo si entraba en el bar y me sentaba en mi mesa, frente a ellos. Allí me mantenía en una especie de posición estratégica y viciosa a la que me habían ido acostumbrando la soledad y la falta de conversadores. Si alguna vez había pertenecido a los círculos donde se movían aquellas personas como larvas ciegas, o había sido amigo de algunas de ellas, ahora ya no era así y me resultaban exóticas y remotas como un animal recién descubierto en las selvas de Indonesia o de Java. Su fiesta no era la mía ni yo los había invitado a implicarse en mi atmósfera, lo que no quiere decir que no sintiéramos una suerte de curiosidad morbosa por lo que nos diferenciaba y, sin embargo, nos seguía identificando como seres humanos.
Todos aquellos rostros llenos y satisfechos jamás habían conocido ni probado el horror del mundo y sus demonios: el hambre, la sequía, la guerra o el exilio. Jamás se les había muerto un hijo entre los brazos, o habían asistido a su asesinato o su violación. No, eran avaros, codiciosos o crueles desde la comodidad y una ingenuidad pueblerina, de urbe pequeña, una suerte de inocencia anestesiada, un cloroformo insensibilizador que aún se respiraba y formaba la atmósfera algodonosa del decadente primer mundo. No parecían huérfanos, sus hijos jamás se habían quedado solos con ocho o nueve años en medio de un secarral agrietado, sin pantalones, vistiendo los restos de una camisa vieja, y buscando un grupo humano al que poder acogerse para sobrevivir y no volverse loco en mitad de una tormenta de arena.
Aquellas personas que veía ahora con tanta frecuencia no concebían ni soportarían la pobreza ni a los menesterosos; o sea, realidad, demasiada realidad. Sólo podían ser solidarios con sus gigantescas necesidades. Sus matrimonios, viciados por el aburrimiento y la infidelidad, eran escuetas sociedades de conveniencia en las que dos soledades juntas trataban de que el odio no las destruyese del todo. Pensaba que a mí tampoco podrían soportarme, deprimido y enfermo, borracho de desencanto y malentendidos. No, yo procuraba mantenerme bien al margen de esos grupos, como una isla pequeña no invitada a su ampulosa vida social. Prefería volver la mirada a las palmeras, a las salvajes palmeras y los flamboyanes donde dejaba colgados mis ojos, o sobre las mortales y olorosas matas de adelfas donde las luces y las sombras de la noche se enlazaban y se destejían cayendo sobre mis manos extendidas en la mesa, o sosteniendo un vaso en cuyo cristal se reflejaban malamente los rostros rebosantes de todos aquellos clientes que devoraban y eran devorados.
El verano había pasado pero aún hacía calor, un calor que parecía venir desde arriba, como un vapor, una niebla o una calima cuajada de pujantes estrellas. Ardía una oscuridad donde todo parecía ir deslabazándose, y las horas, minuciosamente, cruzaban llevándose a todas aquellas parejas y familias. Otra noche más me quedaba, aturdido y febril, en una terraza vacía, trémula, mientras las camareras limpiaban mesas, recogían sillas y todas las luces iban apagándose.






jueves, 22 de enero de 2015

LOS LOBOS FEROCES


La chica debe estar a punto de despertar. No, no creo que esté muerta. La he visto moverse un par de veces y balbucear algo en sueños. Ahora parece que abre los ojos con dificultad, con pereza, somnolienta todavía. Empieza a cobrar un poco de conciencia. Veremos cómo el desconcierto, el miedo y, con un poco de suerte, hasta el pánico y la angustia crecen en su rostro. Ella jamás ha estado en este bosque y se sentirá desconcertada. No sabrá qué hacer ni a dónde dirigirse. Nada familiar, todo intensamente ajeno y remoto en sus sentidos, en sus pensamientos, en sus emociones. ¡Mira, mira!, no te lo pierdas: parece que trata de levantarse de la orilla del camino. Recoge las cosas de su bolso que estaban tiradas junto a ella: el móvil, el cargador, una caja de tabaco, el mechero, su maquillaje, la cartera, un libro, unas llaves… ¡Joder! Fíjate, tiene una resaca tan fuerte que no reconoce ni sus cosas. Seguro que no se acuerda de nada, esas pastillas que le dimos son muy potentes y ni sabrá cómo demonios llegó anoche hasta aquí ni quién la trajo. Realmente da mucha pena la pobrecilla, y eso me pone muy cachondo.
Observa, mira, está tratando de caminar. Joder, está perdida. Como dijiste, ha visto ahora el papel en el árbol, en el momento justo. Sí, sí, lo está mirando, lo lee, de eso sí se acuerda. Prepárate, está a punto de sonar tu teléfono. Muéstrate amable y preocupado, como un buen samaritano. No tiene más salida, será hasta demasiado fácil. Sólo puede recurrir a nosotros. Por aquí no hay nadie en muchos kilómetros a la redonda. ¡Ey!, ya está marcando, voy a arrancar el coche. Joder, cómo nos vamos a divertir cuando la atemos y comencemos a azotarla. Sí, sí, contesta ya, pero quiero darle yo la primera paliza y cortarle los pezones.



lunes, 19 de enero de 2015

APAGÓN GENERAL

La escena se repite muchas veces y ha ocurrido de nuevo: estoy cenando sentado a la mesa de mi pequeña cocina, en una esquina, dándole la espalda a la nevera y cerca de la ventana, cuando la luz se va de pronto y me quedo con la cuchara llena de sopa absurdamente en la mano. La casa está totalmente a oscuras y no se oye un alma porque estoy solo. Decido levantarme de la mesa tras dejar a tientas la cuchara en el plato, y buscar la puerta de la calle o una ventana para mirar fuera; pero afuera también reinan las tinieblas y no se ve ni se oye nada. Resignado, me digo que esta noche no podré ver la película que había pensado, ni siquiera leer un rato, pues no encuentro mi linterna ni recuerdo haber comprado velas hace mucho.
Trato de guiarme, tanteando en la oscuridad, hasta mi habitación con la idea de dormir antes de lo previsto, y esperando que mañana se arregle todo. Después de dar los pasos habituales y necesarios para llegar a mi cuarto, me doy cuenta de que no logro dar con él ni tropezar o tocar nada que me resulte familiar. Hasta el olor de mi propia casa comienza entonces a resultarme extraño y a ratos nauseabundo. La vivienda es antigua, pertenecía a mis abuelos, es amplia; pero ya debería haber dado con mi habitación y, aunque no vea nada, recuerdo cómo se llega a ella fácilmente desde la cocina.
Pensé en regresar sobre mis pasos y tratar de encontrar la mesa y el plato que estaba comiendo hacía pocos minutos, pero fue imposible. Todo estaba envuelto en un negro absoluto, sin embargo, algo me hacía sentir que el silencio podía romperse en cualquier momento, algo que estaba esperando dentro de aquella penumbra que me iba alejando de lo que conocía, y donde ahora estaba perdido. Anduve y tanteé dentro de la casa durante horas hasta que, cansado, esperé que amaneciera para no angustiarme más y me dormí agotado.
Las horas que dejé pasar resultaron inútiles: el amanecer no llegaba. Empecé a asustarme, en realidad, ya estaba muerto de miedo y ni siquiera me atrevía a moverme. Me senté en el suelo y me apoyé en lo que parecía un rincón en la pared, una esquina medianamente acogedora que imaginé segura. No muchas horas después estaba llorando y a punto de tener un ataque de pánico o una crisis de ansiedad. No me atrevía a gritar ni a llamar a nadie. Mi casa es una vivienda solitaria en una zona de campo. Creo que llevo dos días así y, no sé si ha sido una alucinación, pero antes me pareció escuchar voces, apenas un cuchicheo, un leve susurro que se iba acercando lentamente, muy despacio. Tengo miedo, no quiero que den conmigo. No debería haber nadie más aquí esta noche. Hace mucho tiempo que vivo solo en este bosque.










sábado, 17 de enero de 2015

ALASKA

Después de que mi amigo Gustavo regresara de su viaje a Barrow, Alaska, fantaseé alguna vez con aquel ambiente y aquel clima extremos: jornadas agotadoras e inquietantemente familiares, un perenne día nocturno que envolvía de blanco un suelo helado, sin relieve y despojado del más elemental bullicio. En el escenario que recreaba mentalmente se superponían parpadeantes bosques de coníferas, osos que rondaban día y noche las casetas de baño, y neblinosas mansiones sobrevoladas por pájaros gigantescos. A estos elementos cabría añadir un helor inhumano, y barcos fantasmales poblados de muertos que vagaban sin rumbo aparente entre los icebergs.
En el corazón de mis pensamientos, sin embargo, solía alzarse una pequeña casa de madera habitada por el fuego de las palabras familiares y el sexo ansioso que se practica en la esquina más inhóspita del mundo. La desnudez en estas condiciones se parece a la herejía o se asemeja a la apuesta más arriesgada. Fuera de la casa, solía imaginar a un barbado amigo de la pareja bebiendo té y soñando con las playas ardientes del Caribe o las terrazas del Mediterráneo. La hoguera que improvisaba era un minúsculo consuelo para el solitario que extiende sus manos ante las llamas.
No hay mucho que hacer, las ofertas de ocio no son numerosas. Como en la cárcel, en la Alaska que recreaba mi mente el tiempo solía coagularse o detenerse, como si no tuviera sentido ni destino al que encararse. El hombre que permanecía fuera de la casa rememoraba antiguas sensualidades. Su oído se había entrenado para escuchar hasta las pequeñas variaciones de luz, o el temblor susurrante de la más mínima cosa en el bosque blanco. Había preparado su corazón para la fatiga y la supervivencia.
Más allá de la escena, aguardaba el lobo negro primordial, el Buck salvaje, expectante ante cualquier descuido para alimentarse. Un río próximo pasaba arrastrando las estrellas de las noches árticas. El hombre llevaba semanas preguntándose si seguía en el mundo, si aquel pueblo también formaba parte de él, o si había muerto y esperaba en el limbo a un juez o a un dios desconocido. No intuía que era sólo el pensamiento borroso de otro hombre.






viernes, 16 de enero de 2015

SIMPLES COINCIDENCIAS

Es invierno en esta maldita ciudad y, a partir de las cinco y media, cuando cae la tarde, siempre hace frío y sopla un aire que cala hasta los huesos. Como no tengo nada importante que hacer mañana y llevo muchos días encerrado, he salido a dar una vuelta sin planes de por medio, y dejándome llevar por la situación y las tentaciones y caprichos del momento. La intensidad del frío, que se recrudecía, casi me obligó a entrar en un bar que acababan de reabrir y habían reformado hacía sólo un par de semanas. Es un local espacioso, y no tengo problemas para encontrar una mesa libre y discreta al fondo, en la esquina más apartada. Me atiende una camarera muy joven, delgada y atractiva, que el dueño ha contratado con experimentado ojo clínico en pos de los mayores beneficios. Sonrío a su sonrisa y le pido una tónica.
Nada más sentarme, me alivia saber que no tengo a nadie a quien llamar, nadie que deba ser avisado por mí si me retraso quince minutos o varias horas en llegar a casa. No es sencillo acostumbrarse a convivir con una libertad como la mía, pero me gusta y me he pasado años cultivando las obligaciones y responsabilidades mínimas. Me doy cuenta que, salvo la casi adolescente camarera, rubia y de piel blanquísima, vestida con un top provocador y un ajustado vaquero, no hay más clientes en el bar, cada vez más lóbrego y frío.
Llevo varios minutos dándole pequeños sorbos a mi bebida cuando me fijo por fin en la vieja televisión colgada sobre una de las ventanas opacas. Parpadea, se ve mal, a ratos, y permanece absurdamente encendida como si alguien, hace mucho tiempo, se hubiese olvidado de apagarla. Cansado de la indiferencia de la camarera y sin periódicos, me quedo mirando la tele, donde aparecen dos niños en un parque: uno empuja a otro que está subido a un columpio. El niño del columpio no está bien sujeto y cae, dándose un fuerte golpe en la espalda. Inmediatamente empieza a llorar. El pequeño accidente me recuerda una tarde remota de la infancia con mi amigo Alexis y en un parque que hace mucho que no existe.
La imagen cambia de forma repentina como si alguien hiciera zapping. En la pantalla ahora se ven a un padre y a un hijo que discuten acaloradamente y que me recuerda a una escena de La gata sobre el tejado de zinc, y a un enfrentamiento que tuve con mi viejo cuando le dije que no iba a seguir sus pasos y a matricularme en Medicina. Dirijo mi mirada a la camarera que sólo se observa las uñas aburrida, o manosea las hojas de una revista.
Las imágenes en el viejo televisor se siguen sucediendo de forma aparentemente aleatoria. Veo a un muchacho muy parecido a mí acudiendo a su primer baile, su primera cita, su fiesta de graduación, su primer despido. Así hasta que las imágenes muestran una ciudad en invierno, cerca de las seis de la tarde, donde hace mucho frío y sopla un aire que cala hasta los huesos. Un personaje ocioso recorre las calles y, para protegerse del frío, se mete en un viejo bar recién rehabilitado, se sienta a una mesa del fondo, y pide una tónica.
Decido dejar de mirar la televisión para protegerme de lo que parece una especie de circuito de imágenes reveladoras que me aluden constantemente. No obstante, no tardo muchos segundos en volver a mirar la pantalla. La escena que ahora veo me muestra a un tipo con problemas familiares y con las drogas, insociable, solitario y hasta violento. El personaje, como en aquella película de Billy Wilder, Días sin huella, acaba en una ruina sin vuelta atrás después de un penoso camino a la perdición. No puedo evitar sentir cierta compasión por él, y me veo más afectado de lo que podía esperar. Ya no quiero ver cómo termina la historia. Acabo la tónica de un trago y, resuelto, le pido a la aburrida camarera algo más fuerte: un Johnny Walker etiqueta negra, solo, con un hielo, en vaso ancho.








jueves, 15 de enero de 2015

EL ACCIDENTE

Carlos Domínguez, un estudiante de Derecho que regresaba a su isla natal para ver a su novia después de una breve estancia en Madrid, llama al móvil de su pareja para preguntarle si no le es molestia que llevase con él a un amigo que acababa de tener un grave accidente de tráfico, sin familia cercana, y cuyo rostro había quedado desfigurado tras el impacto de su coche contra otro en una curva a las afueras de la capital. Era, según sus palabras, un joven estudiante de Historia del arte que había sufrido un fuerte traumatismo en el cráneo, y cuyas facciones quedaron borrosas y desdibujadas por el asfalto cuando salió disparado del vehículo: no llevaba cinturón de seguridad. Ana María, la novia de Carlos, estaba deseosa de verlo y nerviosa ante su llegada; pero le contestó, espantada, temerosa, que no se veía con fuerzas de soportar la presencia y los cuidados del chico accidentado sin ayuda, y mucho menos acogerlo en un piso tan pequeño como el que compartían. Carlos colgó el teléfono antes de que ella terminase de hablar, satisfecho de no haber sobrevivido al accidente.

 










lunes, 12 de enero de 2015

NO TARDES MUCHO

«Rápido, no tengo todo el día», dijo uno de los violadores. No tuve más remedio que transigir. Fui a la sala donde mi esposa veía la tele y pasé un rato con ella, charlando y contando anécdotas divertidas inventadas por mí en ese momento. Luego fui a ver a mi hija de trece años, y le pregunté cómo le iban los exámenes y si necesitaba que la llevase mañana a sus clases de ballet. Me dijo que no, pero que «gracias, papá», con un gesto donde se mezclaban hasta confundirse la extrañeza y la ternura. Acabados estos preámbulos, inventé una excusa relativa al trabajo para salir de casa. Los violadores seguían fuera, entre los setos del jardín, y me ofrecieron un trago del mal whisky que bebían. Me tomé con ellos un par de copas. Terminado el segundo trago, me obligaron a alejarme caminando calle abajo, sin coger el coche. Cuando alcancé el cruce de la esquina, ya no se oía ninguna queja, ni siquiera un pequeño lamento.


EL MONSTRUO

La boba de Rosemarie no sabe nada, seguro. ¡Ella qué va a saber! La mitad de mis hijos o nietos tampoco. Todo lo he planeado minuciosamente y sólo yo tengo la clave. No, no puedo fiarme de nadie en un asunto como éste. Eli tenía que ser sólo para mí. Ella es mía, mi niñita, y sé que con los años también ha aprendido a amarme. De ninguna manera los mocosos deben siquiera sospechar que ella está aquí mismo; pero no está sola: no soy tan cruel y sé que la soledad pesa como un fardo de piedras. Con ella están Kerstin, Stefan y Félix.
Admito que el sitio es algo oscuro y estrecho, húmedo, pero los alimento a todos bien y regularmente. Creo que el ser humano debe ser capaz de adaptarse a cualquier ambiente. La puerta corrediza, de hormigón, es infranqueable. Nada se me podía escapar, ningún hilo suelto. Yo soy un hombre sencillo, normal, de recursos modestos, que aprendió un oficio muy pronto para mantener a su familia; pero sé que Eli me quiere, pese a la diferencia de edad, y llegará a amarme tanto como yo a ella.
Sí, lo de las cartas tuve que inventármelo para tranquilizar a Rosemarie. Eran demasiados años sin ver a la niña y no me podía permitir más sospechas que las justas, ¿comprenden? Ella no entendía por qué había desaparecido de repente. Era una hija muy buena y muy callada, eso decía la pobre imbécil. ¿Esclavitud, homicidio, violación, secuestro...? ¡Ah! Paparruchas, ustedes no entienden nada. Era mi niña, comprenden, mi favorita, no podía dejar que se marchara con cualquiera. Me daba mucho miedo que saliera de casa, que cualquier día abandonara el nido para no regresar. No tuve otra salida. Juro que no había otra.
Todo hubiera seguido como hasta ahora si no hubiese sido por Kerstin y esa maldita enfermedad. ¿La luz del día? Bah, en Amstetten no hay mucho de eso, la claridad del día es gris, plomiza, agria el carácter, y la luz siempre ha sido algo secundario y accesorio. Yo, particularmente, prefiero la sombra. A mí me gusta la noche porque de ahí provenimos todos, de la noche primordial. Sólo la oscuridad nos hace sentir seguros, calientes y acogidos, como en el vientre materno. Siempre he creído que el sol es algo sobrevalorado en su influencia sobre la naturaleza humana y la vida en la Tierra. ¿Saben una cosa? No es así.






















domingo, 11 de enero de 2015

EL VÉRTIGO EN EL MONTE OMBLIGO

La luz aquí es quizá más muda que en ningún otro sitio, y no escucha petición de clemencia alguna. Esta mañana antiquísima en Göbekli Tepe, una mano remota vuelve a tallar animales milenarios en las piedras silenciosas. Todo fue enterrado hace mucho y todo desenterrado por el sudor gravoso de un pastor sorprendido entre la hierba. Hoy sabios hombres viejos acarician con fruición el lenguaje ignorado del ombligo del mundo. Nadie entiende lo que dice el cocodrilo que salió primero de esta tumba solar. No sabemos qué fiera invisible resucita cada mañana; pero es más antigua que Stonehenge o Egipto, como el rostro del demonio que reveló la piedra y espantó a los hombres.
Más viejas que el mundo, las piedras talladas cuando nadie tallaba piedras, pero las piedras se animaron y empezaron a imitar al hombre hasta expulsarlo. Se huele una herrumbre espiritual, una callada venganza tímida que preparó la huida. Ninguno de estos símbolos puede ser reconocido. Hay un chacal, uno solo, que sabe por qué todo fue enterrado, qué se concibió antes de todo nacimiento en el útero del mundo, tal vez a dioses tan viejos que ni siquiera se saben sus nombres. Todo testimonia peligro, agresividad, miedo, mientras las serpientes siguen descendiendo aquí hasta el corazón del mundo, hasta la sepultada boca de la Tierra, entre buitres y escorpiones que callan un longevo secreto.







sábado, 10 de enero de 2015

DAÑOS COLATERALES

Cuando no está de guardia, mi colega Steve abrillanta sus botas con grasa de caballo, ordena la taquilla o deja impoluta su cama; pero la mayor parte del tiempo se lo pasa picándose, bebiendo whisky, borracho en el bar del cuartel en las horas de descanso, o armando gresca y organizando partidas y peleas ilegales en algunos garitos de la ciudad. Él sabe tan bien como yo que no hay nada bueno ni admirable en lo que hacemos, que nos importa una mierda ayudar a estos desgraciados salvajes, terroristas de mierda. Sólo hemos venido por el dinero y nos entretenemos violando a las mujeres y a las niñas que nos apetece (very good! Very good!). Luego las pasamos a cuchillo, destrozamos sus cabezas y las quemamos. Es simple, decimos que las hemos encontrado así, que fueron ellos, siempre los otros. No tenemos miedo porque no tenemos nada que perder y ya no amamos nada.
Todo esto es una gran mierda en mitad de un poblado inmundo y polvoriento, y nosotros tan mierdas como la situación que nos toca tragar. ¿Qué íbamos a hacer, venirnos abajo, rendirnos? Hay que adaptarse, sobrevivir, y evitar los largos paseos por campos de minas. En la tele americana, en realidad, no tienen ni idea. El país está perfectamente desinformado sobre lo que ocurre aquí. Lo único que hacemos es tratar de que no nos maten, beber y violar a las mujeres que nos dé la gana. Y luego quemarlo todo, enterrarlo, tener bien claro que la ética o los escrúpulos son sólo una venda innecesaria alrededor de los ojos, un nudo incómodo dentro del pecho.







jueves, 8 de enero de 2015

EL VIAJE DE PARMÉNIDES

En realidad nos han tenido a todos engañados y el primer gran filósofo no fue otro que Parménides, un hombre recio, fuerte, barbado, a quien Platón llamaba devotamente «maestro», y que alcanzó su conocimiento de la muerte no mediante la racionalidad, sino mediante el rito, el sueño, la magia..., de eso nos habla en su poema: de la diosa, del culto a Apolo. Para alcanzar ese conocimiento, Parménides entraba en una suerte de útero terrestre, de círculo de piedra llamado Asclepeion, una suerte de templo curativo. En estos santuarios, el poeta dormía para contar sus sueños a la mañana siguiente a un sacerdote que los siglos han olvidado o han borrado de la historia. Era este confidente sacerdotal quien luego prescribía la cura del filósofo, a quien solía acompañar en sus viajes las serpientes benignas que susurraban en su oído los secretos de la otra vida, a salvo de la enfermedad y la muerte. En Epidauro, en Tesalia, en Cos, los peregrinos llegados a diario dormían y se curaban mediante el sueño y sus imágenes visionarias. Alguien decidió que estas prácticas y sus sacerdotes fueran erradicados para siempre, por terror sagrado a las previsiones que hacían los muertos que se manifestaban reptando en el suelo, y hablando en murmullos con lengua de serpientes que se hundían en la tierra, dueñas únicas de un conocimiento prohibido.








miércoles, 7 de enero de 2015

UNA PAREJA PROVECHOSA

Desde muy pronto, casi desde que era una niña, cualquiera podía imaginar que Yurena se convertiría en poco tiempo en aquello que algunos llaman un mujerón, una real hembra. Era ese tipo de chica que había dado un salto convencido y temprano desde la infancia hasta una adolescencia colmada de formas deliciosas y turbios deseos. Su cuerpo entonces pareció llenarse de valles y suspiros, de ojos ávidos y miles de secretos. Ella lo sabía y explotaba sus virtudes. Sus paseos por las bulliciosas y polvorientas calles del pequeño pueblo pesquero se hicieron famosos y se convirtieron en la afición favorita de los gandules locales. Así que cuando Yurena cumplió los dieciséis años, no fue menos deseada ni provocó menos envidias que la Malena de la película.
La soledad adolescente de la muchacha no duraría mucho, y Antonio Nogueira, a quienes todos llamaban cariñosamente «Tonín», hijo único de un avaricioso portugués que poseía tierra y varios negocios en la zona, se decidió. Él era unos cuatro o cinco años mayor que ella; tenía coche, tenía trabajo, tenía varias casas y, después de unos breves meses de noviazgo, habló con la familia y lo prepararon todo. Organizaron una lujosa boda, un gran convite, y una fiesta hasta altas horas de la noche en el mejor restaurante del pueblo. Luego se fueron al norte, a la ciudad, donde «Tonín» dirigió los negocios paternos con diligencia hasta heredarlos, y Yurena no tardó en dar a luz a su primera hija, aún sin haber cumplido los veinte años. Tuvieron otra niña y la joven parecía completa y feliz. La vida era fácil gracias a la cuantiosa herencia que recibió Tonín, y pudieron contratar a una mujer que cuidaba de las niñas, y a otra más que se encargaba de la casa. Frecuentaban los parques, las playas, los jardines, las ferias, los cines, los viajes... Todo iba rodado.
Tonín compró más propiedades y sus negocios se expandían y le ofrecían más de lo que necesitaba. Mejoraron la primera casa, incluso compraron otra más amplia en el pueblo, frente al mar, para que las niñas jugaran y se bañaran, y la madre pudiera tomar el sol. La vida de casada de Yurena era cómoda y jamás necesitó trabajar, de modo que dedicaba su tiempo a completar y ampliar sus aficiones: el ejercicio, el baile, la lectura, el cine y la música. Por su parte, Tonín, convertido al fin en don Antonio Nogueira, fue elegido alcalde de su pueblo casi por aclamación popular. En el exclusivo colegio, las niñas de la provechosa pareja recibían constantes engreimientos y las mejores calificaciones.
Pasó así la primera década del matrimonio. Iban y volvían de la ciudad al pueblo. Vivían a caballo entre el campo y la metrópoli; el primero más propicio al descanso y al reláx, y el segundo al aumento de los crecientes bienes de la familia. Tonín administraba y mandaba en muchos sitios, y Yurena era la reina indiscutida de amplias y cómodas casas y fincas espaciosas. Las niñas habían crecido y comenzaron a timonear sus vidas, así que la pareja decidió tener más hijos, esta vez un niño. Sin embargo, el parto no fue ya fácil para Yurena, quien murió al dar a luz. El niño había nacido con feas deformaciones y una rara enfermedad. El señor Nogueira se vio por primera vez solo y se espantó; no pudiendo soportarlo, se quitó de en medio con un tiro infalible en la boca.
Cuando llegó la noticia del grave accidente que habían sufrido las hermanas Nogueira tras una noche de borrachera, no quedaba nadie a quien darle el pésame. Mejor así, todo se había venido abajo de pronto, como si solo fueran fichas de dominó que una mano desconocida y enorme había rozado con un dedito.




martes, 6 de enero de 2015

EL MENDIGO

El hombre viejo caminaba entre los coches detenidos ante el semáforo en rojo, a la entrada de la ciudad, donde están las piscinas municipales, llevando a la mujer cargada sobre sus espaldas. No era importante, a quién iba a importarle sus pañuelos de papel y la miseria escrita con letra torpe en sus carteles de cartón mugriento. Los hombres que lo ignoraban, no querían reconocerse en él ni sabían cómo solidarizarse con su desgracia. Con las leyes de la manada a cuestas, dejaban abandonado al miembro herido gravemente para que muera solo. De esa crueldad y de esa cobardía procedemos. Cuando pasó junto a mi coche, pensé en bajarme un momento y prestarle ayuda, preguntarle si necesitaba algo. Lo miré intensamente a los ojos y la dureza doliente de su rostro me aterró. La mujer que llevaba a la espalda se parecía demasiado a mi madre para seguir fingiendo que no era yo el viejo herido de muerte a la entrada de la ciudad.






lunes, 5 de enero de 2015

QUIETUD DE LA MAÑANA

Acababa de despertar, pero no de golpe, sino lánguida, lentamente. Ha admitido el final del sueño con desgana, con pereza, casi con el dolor humillante de las últimas pesadillas que ha tenido. A su alrededor, el dormitorio del viejo apartamento va adquiriendo los colores y contornos habituales; los objetos, que van maquillando sus formas nocturnas, se presentan tal como cabría esperarlos: exactamente como eran ayer. Su pensamiento está agitado, pero en la habitación todo aguarda tranquilo e inalterable: la ropa limpia sobre la silla, el mueble de la cómoda, los libros en la mesilla de noche, la maleta a medio deshacer, la botella de agua vacía junto a la cama... Cuando se asoma a la ventana, el aire parece a punto de hacerse visible sobre las ramas de los árboles, llenos de una gran quietud.
Fuera ve a las chicas de la limpieza haciendo su trabajo diario de barrer y fregar los suelos de la urbanización. Aún no ha llegado el verano, pero el clima cálido del fin de semana permite que los niños se bañen en la piscina, y griten felices corriendo a su alrededor, justo ahí, en la casa de enfrente. Un viejo estaba sentado en la mesa de una terraza, y se concentraba en un periódico mientras sorbía su taza de café. Todo transcurría suave, blandamente, como si no pasara nada, y en realidad no ocurría gran cosa: unos adolescentes que vendían cajas de fresas para costearse el viaje de fin de curso, los conductores de camiones que metían cajas con botellas en las despensas de los bares, los gatos de su calle que retozaban mimosos en los jardines, las muchachas que pasaban agitando sus faldas, coletas, y el sonajero de sus risas... En tanto, el sol flotaba apacible sobre la escena, como una cometa sujetada por un niño invisible.
Nadie lo acompañaba. Había comprado el apartamento para recrear la soledad propia. Hacía rato que el mundo había comenzado a mover sus milenarios y pesados engranajes; pero contrariamente a esto, él se sentía al final de algo que ni siquiera lograba adivinar. Sólo tenía una sensación, una vaga intuición. Cuando se levantó y fue al cuarto de baño, no se inmutó al no verse en el espejo. Cuando traspasó la puerta sin abrirla para alcanzar la escalera, nada le pareció extraño. El cartel de «Se vende» que lucía su balcón era lo único que lo inquietó un poco, no demasiado.




domingo, 4 de enero de 2015

EL ANCIANO FRANCÉS DE LA TERRAZA

Lleva ya bastantes años en Costa del Ángel, disfrutando de una suerte de exilio de placer tras un retiro y unos negocios algo más que suficientes. Suelo mirarlo cada mañana mientras entra ceremonioso en la terraza del bar turístico, y saluda en francés o en italiano al camarero suizo que atiende su mesa. Supongo que basta con estas cosas: Buongiorno o bonjour. Es educado pero procede con gestos prestados, con ademanes y voces ya en desuso, o fuera de circulación hace mucho tiempo. Yo lo observo y lo escucho, pero su presencia se me ha hecho tan común y cotidiana que muchas veces me cuesta verlo. No obstante, sé que está ahí, sentado solo en la mesa de la esquina, apoyando el mentón en la mano izquierda, calvo y barrigudo. Está ahí y, a la vez, ofrece la sensación de que nunca hubiese llegado, de que vino cuando ya era demasiado tarde y quedaron cosas excesivas en el camino. ¿Para qué un viejo repulsivo y sórdido como él en un lugar hecho para que desfile constantemente la juventud y la belleza? Durante años el francés estuvo allí, en la terraza del café, ante una copa de vino, aparentemente tan vivo como cualquiera de nosotros, tan ausente y perdido como sólo él podía estarlo.


sábado, 3 de enero de 2015

LA CASA DEL MIEDO

En un descampado de la vieja villa, casi completamente despoblada, persiste la gran Casa del Terror de la feria que solía montarse allí hace muchos años. Las argucias y burocracias del tiempo eliminaron a los niños que solían subirse entonces a los vagones de la casa del miedo, donde las brujas, los monstruos y los vampiros aparecían y quedaban atrás, de forma repentina y proclive a una nostalgia prematura. Los niños salían espantados y pálidos de susto, con la expresión seria, como si hubiesen crecido y hasta envejecido de pronto. Ni sonrisas ni la inocencia del principio, cuando aún los protegía la luz. Las voces de los pocos lugareños y las viejas gitanas feriantes dicen que siguen dentro, blancos como velas o linternas en la oscuridad. Los vagones continúan dando vueltas sobre su inquebrantable trayecto, pero salen siempre vacíos; aunque un débil murmullo se escucha desde el interior, como si alguien llevase muchos años solo, llorando en vano. El dueño de la casa dice que se divierten, y no permite que nadie ocupe los vagones que salen huecos cada pocos minutos. El viaje de los primeros aún no ha acabado.

 






viernes, 2 de enero de 2015

EL SANTO

Cada día es el mismo para él y no atiende a horarios. Se sienta entre las plantas secas y polvorientas del malpaís y mira algo; contempla el indeterminado movimiento de alguna cosa en el desierto. No parece hacerle falta más: un libro, un amigo o un perro que acompañe sus océanos de tiempo. Entregado a una inconcreta tarea, como la purgación mística del estilita, bisbisea entre dientes y mira, cara a cara, a la intemperie. No creo que nadie sepa más que él de los arenales, de los malpaíses y las plantas sedientas. Intuyo que también me observa a mí, que me conoce y me piensa con precaución y con ternura cuando acaricia, cuidadoso, el lomo hirsuto e invisible del viento o del vacío, que aúlla de madrugada como un lobo hambriento.