viernes, 16 de enero de 2015

SIMPLES COINCIDENCIAS

Es invierno en esta maldita ciudad y, a partir de las cinco y media, cuando cae la tarde, siempre hace frío y sopla un aire que cala hasta los huesos. Como no tengo nada importante que hacer mañana y llevo muchos días encerrado, he salido a dar una vuelta sin planes de por medio, y dejándome llevar por la situación y las tentaciones y caprichos del momento. La intensidad del frío, que se recrudecía, casi me obligó a entrar en un bar que acababan de reabrir y habían reformado hacía sólo un par de semanas. Es un local espacioso, y no tengo problemas para encontrar una mesa libre y discreta al fondo, en la esquina más apartada. Me atiende una camarera muy joven, delgada y atractiva, que el dueño ha contratado con experimentado ojo clínico en pos de los mayores beneficios. Sonrío a su sonrisa y le pido una tónica.
Nada más sentarme, me alivia saber que no tengo a nadie a quien llamar, nadie que deba ser avisado por mí si me retraso quince minutos o varias horas en llegar a casa. No es sencillo acostumbrarse a convivir con una libertad como la mía, pero me gusta y me he pasado años cultivando las obligaciones y responsabilidades mínimas. Me doy cuenta que, salvo la casi adolescente camarera, rubia y de piel blanquísima, vestida con un top provocador y un ajustado vaquero, no hay más clientes en el bar, cada vez más lóbrego y frío.
Llevo varios minutos dándole pequeños sorbos a mi bebida cuando me fijo por fin en la vieja televisión colgada sobre una de las ventanas opacas. Parpadea, se ve mal, a ratos, y permanece absurdamente encendida como si alguien, hace mucho tiempo, se hubiese olvidado de apagarla. Cansado de la indiferencia de la camarera y sin periódicos, me quedo mirando la tele, donde aparecen dos niños en un parque: uno empuja a otro que está subido a un columpio. El niño del columpio no está bien sujeto y cae, dándose un fuerte golpe en la espalda. Inmediatamente empieza a llorar. El pequeño accidente me recuerda una tarde remota de la infancia con mi amigo Alexis y en un parque que hace mucho que no existe.
La imagen cambia de forma repentina como si alguien hiciera zapping. En la pantalla ahora se ven a un padre y a un hijo que discuten acaloradamente y que me recuerda a una escena de La gata sobre el tejado de zinc, y a un enfrentamiento que tuve con mi viejo cuando le dije que no iba a seguir sus pasos y a matricularme en Medicina. Dirijo mi mirada a la camarera que sólo se observa las uñas aburrida, o manosea las hojas de una revista.
Las imágenes en el viejo televisor se siguen sucediendo de forma aparentemente aleatoria. Veo a un muchacho muy parecido a mí acudiendo a su primer baile, su primera cita, su fiesta de graduación, su primer despido. Así hasta que las imágenes muestran una ciudad en invierno, cerca de las seis de la tarde, donde hace mucho frío y sopla un aire que cala hasta los huesos. Un personaje ocioso recorre las calles y, para protegerse del frío, se mete en un viejo bar recién rehabilitado, se sienta a una mesa del fondo, y pide una tónica.
Decido dejar de mirar la televisión para protegerme de lo que parece una especie de circuito de imágenes reveladoras que me aluden constantemente. No obstante, no tardo muchos segundos en volver a mirar la pantalla. La escena que ahora veo me muestra a un tipo con problemas familiares y con las drogas, insociable, solitario y hasta violento. El personaje, como en aquella película de Billy Wilder, Días sin huella, acaba en una ruina sin vuelta atrás después de un penoso camino a la perdición. No puedo evitar sentir cierta compasión por él, y me veo más afectado de lo que podía esperar. Ya no quiero ver cómo termina la historia. Acabo la tónica de un trago y, resuelto, le pido a la aburrida camarera algo más fuerte: un Johnny Walker etiqueta negra, solo, con un hielo, en vaso ancho.








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