martes, 21 de julio de 2015

ABRIL DE 2003

Poner un corazón sobre otro, acordar una armonía interior. Un pecho ajeno que siente el contacto y el peso de otro. Ambos se juntan, van en pos el uno del otro, siempre se han estado buscando, como nubes que se mezclan para cruzar el cielo de la mañana. Nubes solas o cuerpos confundidos bajo la altura azul de abril. Los árboles ignoran estas cosas, se colman de frutal paciencia o de una suerte de fácil fidelidad. Hay que tener la mirada hambrienta, agitar las palabras hasta que cada boca se estremezca, y de pronto se abra la noche con una canción.

De noche se descienden escaleras insondables, caen y se alzan muchas luces. Se encuentran playas rebeldes llenas de huellas heridas. No actúa entonces la mentira sino la verdad injuriada de la carne que se reconoce en otra olvidando qué cosa sea el alma. Sin arcadia posible, al oeste del Edén, sin utopía, bastan los cuerpos para hacer propicia la tierra. Muchas veces no hay más paisaje que el deseo, su vida sin historia.

sábado, 18 de julio de 2015

A LA SOMBRA DE UN ÁRBOL EN RODMELL

Después de al menos tres lustros sin hacerlo, el Premio de Poesía Pedro García Cabrera que convoca desde 1981 Caja Canarias recayó en 2014 en una mujer: Raquel Martín Caraballo. Se había convertido en tediosa tradición que, cada año, el certamen lo ganase un hombre hasta la aparición de Raquel con un libro, Un árbol en Rodmell (2015), tan singular en la colección editada gracias al premio, como necesario en la poesía canaria actual. Confieso que hasta este libro, nada sabía ni había leído de la autora. ¿Qué es Un árbol en Rodmell? Como ha contado la poeta, el proyecto surgió de un sueño en el que se veía a sí misma caminando por una playa; pero una playa sin mar en la que había un árbol. Además de ella, sólo cruzaban esa visión tres mujeres. No pudo identificarlas entonces, pero ellas fueron presentándose, regresando poco a poco mediante la escritura. Los libros de las tres se fueron cruzando en el camino de Raquel hasta que pudo saber que eran Virginia Woolf, Sylvia Plath y Alejandra Pizarnik las soñadas. Algo cambió y se activó entonces en su sensibilidad.
Virginia, Sylvia y Alejandra le estaban pidiendo a nuestra autora que volviera a ellas, que las escuchara y estableciese un diálogo con sus obras. Entendido como un tríptico cuyas partes se corresponden con los nombres de las tres, Raquel canta y cuenta, reflexiona, trata de prestar voz y comprender las circunstancias que rodearon a estas creadoras geniales, tan distintas como atormentadas, y cuya visión heteróclita de la realidad no les supuso más que la ofensa, el rechazo, la incomprensión o el aislamiento. Así, en estos versos, no pueden más que pesarnos las piedras en los bolsillos de Virginia mientras el río la lleva a un silencio definitivo. Justamente, la parte llamada «Virginia» es la que abre el libro con este extraordinario poema breve:

Todos esos moradores que están en el agua
y en los relojes,
todos esos que habitan en el interior
de tus aposentos,
todos los que te susurran que no existes
porque también ellos son mentira.
Esos seres-voces, como ángeles,
celebran las conjuras,
la energía subterránea de lo que emerge
para caer,
lo que mil veces ha sido contemplado
por primera vez.

El agua, el reloj. En efecto, como escribía Gaston Bachelard en su L'Eau et les rêves: essai sur l'imagination de la matière (1942), no hay elemento más próximo a la idea, al sentimiento del tiempo, que el agua, y es justamente en el agua donde muere Woolf. El poema alude con claridad a este hecho. Pocas mujeres se habrán reivindicado tanto como independientes y escritoras como Virginia Woolf a comienzos del siglo pasado, mientras oía todas esas voces de esquizofrenia o locura que son nombradas en el texto. Los poemas que Raquel dedica a la autora de Orlando (1928) remiten constantemente a los símbolos que rodearon su vida: el agua, las campanas, las olas, además de ese río inevitable y mortal, irrepetible, donde la llama de la novelista inglesa se apagó para siempre sin poder nadar sobre él:

(Siempre viviendo en el río):
el de las cosas que fueron y no fueron,
el mismo en el que naciste,
el que te arrastra,
el que te espera para morir.

El frío íntimo que Raquel ha confesado sentir leyendo los poemas de El coloso (1960) y Ariel (1965), de Sylvia Plath, nos toca con la fuerte interpelación que nos dirigen estas páginas, empujándonos también a buscar el calor del mundo, la calidez de un clima emocional habitable. Sylvia Plath fue una niña hermosa y de precocidad genial nacida en Boston. Con sólo ocho años ya había publicado su primer poema en un periódico de la ciudad. Otto, su padre, profesor universitario de entomología, murió cuando ella sólo tenía diez años. Pronto se presenta la muerte en la vida de Plath. Esta muerte se insinúa como un acto infantil, un parricidio en el primer poema de la serie que le dedica Raquel y que abre la segunda parte del libro:

Había que matar al padre
porque el padre te enseñaba voluntad,
y la voluntad para nada sirve
más que para lo inútilmente oscuro.

Estos versos de Raquel no dejan de recordarnos unos muy conocidos de Plath en su poema «Daddy» (en Ariel) traducidos por Cecilia Bustamante: «Papacito he tenido que liquidarte. / Estabas muerto antes de que hubieses tenido tiempo / pesado como mármol, talega llena de Dios, / estatua lúgubre, una sola pezuña parda / grande como un sello de San Francisco». Como mujer, Sylvia fue muchas Sylvias; como toda gran poeta, fue mucha gente quizá para alcanzar la paz de convertirse en nadie: todas mueren con ella pues todas habían nacido alrededor de ella, acosándola y poseyéndola hasta el exterminio. Así escribe Raquel:

… La protectora. La huidiza. La abandonada. La perseguida.
Todas las mujeres que te habitaron
se congregaron a un tiempo
bajo el poema del gas.

Escoltada y versionada por doce poemas como doce apóstoles silábicos, aparece para cerrar y completar el libro la tercera persona de esta trinidad poética que Raquel nos ofrece en Un árbol en Rodmell: Alejandra Pizarnik. La atormentada y compleja, tan muerta y tan viva en este mundo que habitó levemente al margen de sí misma, de sus circunstancias, incluso de su propio nombre, el primero, Flora, que dejó de lado, que tachó mostrando desde el principio su conflicto con el lenguaje y sus catacumbas y escondites. Flora no, Alejandra, sólo Alejandra le dice a sus padres, y así nace dos veces: no me han creado ustedes, lo hago yo solita. El segundo nombre, tras el que —como nos sugiere el primer poema— también desapareció, buscó vivir la extrañeza, se fugó como el pájaro de cada jaula encontrada que otra poeta genial, Wislawa Szymborska, se preocupaba siempre de mantener vacía. A ella, a Alejandra, le cabía el pequeño júbilo que cantaba Pedro Salinas: habitar los pronombres, Las personas del verbo de Jaime Gil de Biedma, si bien con un conflicto y un dramatismo mayor que en los dos poetas españoles. Así, leemos en el primer texto de esta tercera parte:

Alejandra, Alejandra...
Escúchate bajo el ala de ese nombre herido que te dibujaste.
De todas las voces que te hablan al mismo tiempo
separa la tuya del ramaje del bosque
donde sigues morando...
…............................................................................
(Alejandra, Alejandra...)
Y no supiste qué más hacer con el miedo.


En definitiva, Un árbol en Rodmell (2015) es el libro de una poeta entera y verdadera para «esta noche demasiado blanca».








lunes, 13 de julio de 2015

EL ABUELO EN LA PISCINA


Siempre que hace tanto calor como esta tarde y tengo un rato, aunque aún esté renqueante de una vieja lesión o de sentarme mal en clase y la espalda se me queja... Estos días en los que se me hace un poquito más lejana la Montaña Amarilla y su mar sin concesiones, bajo a la piscina antes o después de pasar por el supermercado, con mi bolsa de libros y sin más proyecto que el agua y las líneas. Entonces es cuando veo y saludo al viejito de la gorra y el bigote blanco, y a su nieta. No sé cómo se llaman, pero me intrigan, me gusta que no falten a nuestra cita no acordada. Veo qué bien se corresponden, qué festivamente se entienden, como una extraña pareja bien avenida, sin fisuras, sin grietas irrecuperables, sin rencor. La niña es alegre, morena, le gusta mucho el agua. Juega a que su abuelo le tira piedritas que coge en el jardín, y ella bucea hasta encontrarlas y devolvérselas. Esas piedritas vulgares en realidad son mágicas. Y el hombre está buena parte de la tarde así, las horas que hagan falta: sentado, viendo cómo juega su nieta, mirándola crecer y poniéndole fácil el juego de la vida o de las piedritas, no sé, hasta que ella se queja y le dice: "¡No, abuelo, tíralas más lejos ahora!" Y el hombre casi se apena con un mohín imperceptible, casi sufre, como si la piscina fuera a desbordarse, a salir de sus límites, y a extenderse hasta el mar que está más allá de los muros de la urbanización. Como si la niña fuera a perderse, a bucear demasiado hondo, sin encontrar las piedras y sin que su abuelo vuelva a verla salir del agua, risueña y mojada, con el pelo chorreando, como siempre, como cada una de estas tardes de verano que también se hundirán en algún fondo. ¿No dijo eso Ungaretti de la noche? Luego se van, todos los bañistas acaban marchándose y se despiden con timidez. Luego me quedo solo y también tiro piedritas blancas para mí mismo, casi con nostalgia o con vergüenza. Nadie me las pide, pero procuro encontrarlas, ponérmelo difícil, no perderme bajo el agua, devolverlas a una mano invisible. Sólo eso.

miércoles, 1 de julio de 2015

NO TODAS LAS BUENAS CHICAS SE GANAN EL CIELO


Como creo que el autor no es aún lo bastante conocido en nuestro contexto literario, más o menos difuso o nítido, me gustaría ofrecer unos datos biográficos mínimos. Néstor Belda (Argentina, 1962) fue en sus comienzos literarios alumno de narrativa de Américo Calí (1910-1982), y coordinador del foro de debates literarios y filosóficos «Gargantúa». Ha dirigido también el grupo de orientación narrativa «Cuéntame una historia», y actualmente es profesor de Técnicas Narrativas del Centro de Estudios Literarios «Palabra sobre palabra». Además, desarrolla diversas actividades en el ámbito de la Filosofía para Niños: imparte cursos de escritura y técnicas narrativas para profesionales de la educación en la Asociación de los Centros de la Comunidad Valenciana, es coordinador de la Revista Internacional de los Centros Iberoamericanos, y fue codirector del taller «Fantástica de creación literaria» del XXV Encuentro Internacional celebrado en abril de 2014. También es miembro del equipo de investigación-acción docente y de creación narrativa «Mi balza roja». Aunque escribió su primer relato con sólo catorce años, no es hasta hace cinco que Belda publica algunos de ellos en la revista Los sábados, las prostitutas madrugan mucho para estar dispuestas y en la Revista Internacional de los Centros Iberoamericanos de Filosofía para niños. Es autor de numerosos artículos sobre escritura literaria y técnicas y recursos narrativos, publicados en diversos medios.
Todas son buenas chicas (2014), su primera colección de relatos, es un conjunto de diez narraciones breves con un tono sostenido, sin estridencias estilísticas, que, mediante una cotidianidad y un realismo a veces desgarrador y otras paradójico, nos sumerge de lleno en la encrucijada vital donde se sitúan unos personajes atrapados por las consecuencias impredecibles de sus inclinaciones, tentaciones o luchas. Como nos dice el texto de la contraportada del libro, en todos los cuentos hay una mujer, o varias, que lleva la carga dramática de la historia como un nudo gordiano de aparente o imposible salida. El autor sabe muy bien que la única materia para su trabajo son las palabras, a veces fugaces y ambiguas, y en otras ocasiones hirientes en su rotundidad. Con ellas construye la atmósfera rápida, podríamos llamarla así, que el texto debe ofrecer al lector para que éste la comparta con los personajes puestos en escena.
El escritor argentino no necesita muchos párrafos para conmocionarnos y revolver nuestro interior en estas pequeñas historias: posee un oído finísimo para el diálogo y sobrada sensibilidad para escuchar y ponerse en la piel del otro. Por eso comprende, como en el caso de Sonia, la  joven protagonista de «Una buena chica» (relato que abre el libro), que hay una parte aún intacta, todavía inviolable en el ser humano, por muy adversas que sean las circunstancias en que la sociedad y las miserias de los otros nos coloquen. En efecto, Sonia es una buena chica, ejemplar diría yo, tanto que a veces, si somos un poco escépticos o mezquinos, nos parecería imposible; pero Sonia, mediante la destreza narrativa y verbal de Belda, se nos presenta como alguien latente, real, una mujer hermosa de carne y hueso que trabaja duro, que pasa hambre, y está dispuesta a hacer lo que sea para seguir adelante junto al Erre (Ramón Recabarren, apellido que no puede dejar de traer a la memoria al personaje de «El fin», de Borges); lo que sea, sí, menos vender el alma, perder la dignidad. Es admirable la construcción del personaje en este primer cuento, como lo es el cambio de voz narrativa hacia el final. Todo en el relato está ajustado y encaminado a un desenlace tan inesperado como posible, tan coherente como dramático.
Un escritor siempre es mucha gente o procura serlo para lograr la paz de convertirse en nadie. Una suerte de continuidad natural enlaza estas historias, el análisis sociosentimental de una pequeña confederación de almas moviéndose y chocando en su estrecho círculo. Todas, como cualquiera, quieren ser felices pese a que tengan que violar códigos y costumbres morales para conseguirlo. Cambian los oficios, los nombres, las clases sociales, los problemas; pero el autor siempre nos muestra cómo somos cada uno de nosotros, cómo sólo con buenos sentimientos no basta para ser feliz o recibir de los demás la confianza entregada. Los personajes de algunas de estas narraciones a veces se reúnen para conspirar en secreto, para engañar a un ausente al que no se le quiere dañar; pero al que es imposible no ocultar la verdad, un fragmento de su vida, para que otras sigan como hasta ahora. Así lo adivinamos en la conversación que mantienen Claudia y Julia en el cuento «Estaríamos mejor». Carlos es un buen tipo, pero no es posible contarle lo que saben sin destruirlo. Nees Belda lo insinúa perfectamente todo sin reventar nada, sin que ningún elemento del texto haga obvio su leit motiv.
De este libro confieso mi preferencia por aquellos relatos que muestran un contexto plenamente definido, un desarrollo claro y una resolución brillante: es lo que encuentro en «Una buena chica», «Estaríamos mejor», «La noche del pollo frito», «Que no, papá», «¿Y usted le cree al Cacas?» o «¿Por qué ha dicho eso?» Además de los dos primeros, ya brevemente comentados, en «La noche del pollo frito» tenemos, en mi opinión, uno de los relatos más logrados y a uno de los personajes más atractivos y misteriosos: July, la joven y menuda escritora ausente de la que hablan su pareja, Isaac; e Ivana, su mejor amiga. La extraña desaparición de July provoca la visita de Ivana a Isaac y el diálogo posterior. Una primera descripción de los objetos personales de July vistos por Ivana, le sirven al narrador para definir los gustos de la joven in absentia y aumentar el interés del lector por ella: un lápiz de labios, una copa de vino y una caja de preservativos son suficientes para advertir al lector sobre lo que vendrá después.
Ivana se presenta en plena tormenta, con el pelo y la ropa mojados, e Isaac la invita a entrar, a secarse y a cenar con él. La preparación de la comida, pollo frito, se convierte en una metáfora idónea de lo que sucederá luego. Hasta ese momento, el diálogo y la descripción de la casa de July e Isaac se convierten en el tanteo medido de un clímax que no hará más que ir en aumento. Si los primeros intercambios de palabras y preguntas no son más que corteses y aproximativos, los personajes pronto llegarán a asuntos más íntimos, a cosas cardinales, hasta contarse aquello que no sabían y ni siquiera sospechaban, incluso aquello que no querrían escuchar. July ya no está, pero su carisma y su fuerza son tan intensos que tanto Isaac como Ivana aún se encuentran bajo su atracción y su poder. Los comensales tienen cosas tan sustanciales que decirse que no saben cómo hacerlo, cómo ir al grano. Dan vueltas y vueltas alrededor de las confesiones más incómodas, hasta que es imposible seguir demorando la verdad oculta o conocida sólo a medias.
Precisamente la incomodidad en que el autor sitúa a sus personajes es uno de los resortes que Belda utiliza para poner en marcha los diálogos y acciones, y hacer eficaz cada uno de los textos. Otro de esos resortes, me parece, es la necesidad que tienen de comunicarse, de confesar algo que los tortura. Nadie vive para sí solamente y el autor nos enseña que necesitamos al otro: buscarlo, conocerlo, comprenderlo. Uno no puede resistir la tentación de recordar aquellos versos de Octavio Paz en su poema «Salir de mí»: «...para que pueda ser he de ser otro, / salir de mí, buscarme entre los otros, / los otros que no son si yo no existo, / los otros que me dan plena existencia,...» Esta necesidad de comunicación, de desahogo que tiene el ser humano con sus semejantes, llega a un extremo en «Que no, papá», un pequeño y magistral ejercicio de alocución en la que el hijo va al cementerio para hablarle a la tumba de su padre a falta de un confesor mejor. De la boca de Mario, el protagonista, sabemos que ya no ve a Laura, su pareja, como antes y le ha sido infiel. Los remordimientos le pesan, y las consecuencias de los hechos se le han ido de las manos sin que llegue a saberlo cuando ya es demasiado tarde.
Tan importantes son en este libro los personajes que aparecen como los que ya no están o quedan en la sombra. Igualmente, no es menos decisivo lo que se calla o sólo queda sugerido que lo que se manifiesta. Una frase de Joseph Conrad citada en «La noche del pollo frito» lo expresa con exactitud: «El autor sólo escribe la mitad del libro. De la otra mitad debe ocuparse el lector». Palabras a las que Néstor Belda ha hecho honor, y de las que nos ha ofrecido, sólo por ahora, diez admirables ejemplos. Belda sabe cuándo tiene que decir y cuándo callar para que nosotros acabemos la frase y entremos en el juego. Por eso, en realidad Todas son buenas chicas (2014) no tiene ciento cinco páginas sino algunas más que no aparecen en el índice y cada uno coloca a su gusto. En cualquier caso, como lector agradecido, quiero felicitar a Belda por animarse al fin a reunir este pequeño universo de tensiones y sutilezas de maestro. Enhorabuena.





jueves, 18 de junio de 2015

VARIACIÓN SOBRE UN TEMA DE MONTERROSO

Hace mucho, mucho tiempo, en una flexible y musculada región de Esparta nació un bebé fofisano. Tras ser examinado con atención y asco paralelos por el médico y la enfermera de la época, fue asesinado y arrojado al basural de los infinitos fofisanos precoces.

Más de veinte siglos más tarde, los espartanos civilizados y cultos del siglo XXI, humillados por la crueldad de sus antepasados, por la derrota de las Termópilas y por su ignorancia de la filosofía platónica, prohibieron las comidas hipercalóricas, y abrieron un gimnasio en cada calle en honor de aquellos niños que no tuvieron la oportunidad de muscularse y marcar sus abdominales. Quisieron, además, recuperar los pequeños restos de aquellas criaturas fofisanas prehistóricas para darles un sepelio digno y el adiós que merecían.

Y así, tanto tiempo después, cada vez que nacía un monstruito fofisano, era asesinado y abandonado con el mismo asco incurable de los siglos pasados en un cementerio de amplias dimensiones que inauguró Cristiano Ronaldo en el extrarradio de la ciudad. Pudieron de este modo, las nuevas generaciones de valerosos atletas y guerreros espartanos, seguir muriendo en las Termópilas, ignorando la filosofía platónica, odiando la flaccidez, machacándose en el gimnasio, y salir del desempleo que asolaba el país mediante el muy pujante y próspero negocio de las pompas fúnebres.






miércoles, 17 de junio de 2015

LUNES, 22 DE MAYO DE 2006. (La Laguna) He venido esta tarde, después de clase, al Salón de actos de Magisterio para volver a ver (¿cuántas veces ya?) Un perro andaluz (1929), la extraordinaria y brevísima ¿película? de Luis Buñuel, con guión del propio Buñuel y de Salvador Dalí. Debido a la extrema cortedad del genial director aragonés, en la sala también se proyectará luego La sangre de un poeta (1930), la película dirigida por el poeta y novelista Jean Cocteau. La de Cocteau tampoco es larga: apenas alcanza la hora.
En cuanto a la película de Buñuel, con ese gran diván freudiano tras la cámara y dentro de la cabeza del director, contiene imágenes que, una vez vistas, se quedan para siempre en la retina de ese ojo mental que vuelve a poner frente a ti aquellas hormigas saliendo de la palma de la mano (al parecer un sueño de Dalí que éste comparte con su amigo), aquel tocamiento de pechos femeninos, aquellas dos pesadas mulas muertas sobre un piano arrastrado penosamente y, sobre todo, aquel ojo tachado del arranque, aquella pupila cercenada, cortada por un barbero (el propio Buñuel) que insinúa que es el de una mujer. En fin, escándalo de burgueses provocado por creadores venidos de familias burguesas. Hay quien ha insinuado y cree que el perro andaluz era Federico García Lorca (no recuerdo ahora dónde lo leí).
Hay un poco de filosofía marxista tras la cinta, pero lo que hay, sobre todo, son las teorías psicoanalistas revolucionarias, y muy influyentes a comienzos de siglo, del culto psicólogo vienés, que escribía muy bien, fue un gran lector y un hombre muy bien relacionado. El Surrealismo alimenta Un perro andaluz como Rimbaud alimentó el pensamiento poético y el movimiento bretoniano mediante el afán, ingenuo, utópico si se quiere, de cambiar la vida (Marx pedía transformar el mundo); pero el mundo no se puede cambiar, lo mejor que se puede hacer por él es diversificarlo, ampliarlo, pluralizarlo hasta donde sea posible. Hoy vemos que ni siquiera la política sirve para cambiar el mundo porque quienes la manejan desde la visibilidad y los cargos públicos están sometidos al dinero sombrío que les llega del verdadero poder, aquel que está oculto, financia y decide las campañas políticas, y no se muestra más que cuando puede serle beneficioso o rentable.
No se puede disfrutar ni entender el Surrealismo ni ninguno de los otros movimientos vanguardistas (pongamos por caso el Dadaísmo de un Tristán Tzara) excluyendo un olvidando el elemento lúdico que lo compone y que llega a convertirse en una vía, en una praxis para cambiar la realidad y habitar otra: sin asideros, inesperada, sumida en un caos sólo aparente, donde la imagen siempre es una ruptura, una violencia con el orden cotidiano de la experiencia. Hubo en Canarias un Surrealismo tan puro como el de Pedro García Cabrera en Dársena con despertadores (1936), o el del pintor Óscar Domínguez, quien quizá para anestesiar u olvidar su doliente realidad, se entregó sin precauciones al movimiento casi muriendo en él o a través de sus métodos. Buñuel es un caso distinto: se aprovecha de los elementos que introduce; pero sabiendo muy bien que la vida no era solamente arte y que era imposible igualar, como escribió Andrés Fernández de Andrada en su célebre «Epístola moral a Fabio», vida y pensamiento sin quedarse por el camino. El arte de Buñuel no es gratuito ni se hace sólo en función de sí mismo, como mera masturbación estética; muy al contrario: trata de convulsionar, de provocar una reacción no menos violenta que la que él ofrece.
El cine de Buñuel en sus primeras cintas, tanto en ésta como en La edad de oro (1930), es un cine novedoso y, lo que es más importante, desaforadamente nuevo. El director propone una temprana cesura con un arte relativamente reciente, muy reciente comparado con otros (apenas tenía entonces tres décadas); pero que quizá ya empezaba a volverse acomodaticio y autocomplaciente. Buñuel advierte antes que nadie los avisos de esta ruina y usa la violencia como método. El ojo cortado por la navaja, como la nube cortada por la luna, es también un tajo sobre un discurso cinematográfico previo que comenzaba a apelmazarse y a funcionar según una actuación lógica muy marcada: una pura y simple satisfacción sin sorpresas, un regocijo de las emociones del espectador que estaba ansioso por buscar en la pantalla personajes ideales, estereotipos muy definidos, muy estrictos, con los que identificarse y olvidarse de sí mismo.
El sueño, el caos onírico que Buñuel mezcla en su paleta de luces y sombras caravaggionescas, en alianza con el provocador Dalí, es un golpe seco en el estómago flojo y desprotegido de la sociedad española y europea de los felices años veinte. Uno se sienta ante la cinta y quiere ordenar algo, una historia, unas imágenes que no se prestan a ningún desarrollo armónico, a ninguna periodicidad. Ni un espacio ni un tiempo bien definidos, todo in media res, sin que se nos ofrezca un contexto claro, unos antecedentes a los que agarrarnos. No parece difícil imaginarse a los primeros espectadores de la película removiéndose incómodos en sus asientos, y preguntándose qué demonios era aquello, y por qué se sentían casi molestos, descontentos, insultados... La película de Buñuel no excluía una racionalidad que, además de querer renovar y revolucionar el viejo arte burgués, quería clavar astillas en la conciencia del ya entonces ocioso consumidor de arte.






martes, 16 de junio de 2015

VIERNES, 5 DE NOVIEMBRE DE 2004. La paz de la carne, la calma del cuerpo ante este mar de otoño, el agua que podría cruzarse para nacer en otra extrañeza, en un sitio donde no fuera ni tan competitivo ni tan violento vivir constantemente zarandeado por los deberes del que siempre tiene que rendir cuentas de sus actos, y pruebas irrefutables de un esfuerzo.


DOMINGO, 7 DE NOVIEMBRE DE 2004. Coser derrotas, componer esa red ardiente, esa trama eléctrica, como quien clava alfileres a un muñeco de vudú para sentir algo; aunque sea sólo dolor, frustración o pérdida.


SÁBADO, 13 DE NOVIEMBRE DE 2004. Una como sobreconciencia de las superficies, quizá también de la superficialidad de todo. Alerta, como si hubiese bebido muchos cafés para ver el final anticipado de algo: el espíritu ganancial de una sonrisa, que arde en la noche y aletea al abrirse como una mariposa monarca perdida en la oscuridad.


JUEVES, 18 DE NOVIEMBRE DE 2004. Sin otro orgullo que el de ser el último en llegar, el último en marcharse de la noche.


SÁBADO, 20 DE NOVIEMBRE DE 2004. La mañana se ha llenado como de expertos tocadores de campanas, dueños de una percusión doliente que va llenando las calles. Ellos se acumulan, se entorpecen, se demoran, buscan, gritan... yo huyo hacia todas las direcciones, a la espera de un claro de bosque imposible.


MARTES, 23 DE NOVIEMBRE DE 2004. La estupidez y la locura de la religión asomando su horror y su hocico sangriento esta vez en Estados Unidos, donde una madre, Dena Schlosser, de treinta y cinco años, le ha cortado los brazos a su hija de once meses como una ofrenda al dios Yahvé. La niña ha muerto pocas horas más tarde en el hospital.


VIERNES, 26 DE NOVIEMBRE DE 2004. Las plazas giran al revés en un país donde se conduce y se muere por la derecha. Es lo que hay y no somos los únicos.


DOMINGO, 28 DE NOVIEMBRE DE 2004. Agosto fue una gran bestia en la que hoy nadie creería, un dios sentado sobre un trono ahora barrido por la lluvia y el acoso de la reminiscencia. ¿Hacia dónde sube ahora la luz, tal vez humillada y humilde, encorvada como una adolescente maldecida que envejeció de pronto? Una ramita de brezo vibra quizá en el aire frío, en el bosque cercano, donde la niebla se parece al pensamiento del hombre como un antepasado que no puede compartir su muerte porque ningún amor basta para saciar el estómago de la desaparición.




lunes, 15 de junio de 2015

QUERIDO CARLOS


Veinticuatro de noviembre de 2000. Es una tarde fugaz y fría de otoño en el Aulario de Guajara. Aún curso tercero de Filología Hispánica y seguramente habré dejado de ir a alguna clase, o dicha clase habrá sido aplazada por el profesor/a, para asistir a una lectura poética. Dentro del ciclo ideado y organizado por Miguel Martinón, aquella vez participaba Carlos Pinto Grote con una breve selección de sus más de veinte libros. Don Carlos ya era un hombre viejo, no sé si un anciano; pero un señor mayor al que, sin embargo, le restaban y lo alzaban sobre su pequeña estatura unas fuerzas que no se sabe bien de dónde salían. Antes y después de aquella tarde había visto a otros hombres ya viejos, con más o con menos edad que don Carlos; pero a ninguno con aquella entereza, con aquella seguridad dubitativa, emocionada, en la voz que pronunciaba con temblor cada sílaba, cada experiencia matizada, reconstruida en la tranquilidad húmeda de una mínima ciudad universitaria y conventual.
«Cansado de esperar tu voz lejana / duermo en la paz inquieta de las cosas...» Jamás había visto a un hombre barbado tan fresco, con menos aspecto de fatiga, confesar un cansancio. No era un agotamiento físico, sino una demora sentimental, un silencio por parte del otro (de ella en este caso) que derrotaba y sumía al poeta en melancolía, en dolor, en una tristeza metafísica y sentimental, íntima e inconsolable. Primeros versos de un soneto incluido en su primer libro, Las tardes o el deseo (1954). Había un deseo frustrado y un límite, un atardecer insatisfecho en aquellas palabras. En un momento, el medio siglo, donde la poesía española se veía arrastrada al compromiso con las circunstancias históricas, a ser instrumento de las maleables ideologías y los tumbos políticos, Carlos Pinto Grote examinaba su intimidad, nos hacía sentir el tiempo mediante su insinuación, y se alejaba de las tendencias para ir descubriendo su estilo, si bien aún encerrado en sonetos neoclásicos y garcilasistas.
Después de aquella tarde remota, nos encontramos unas cuantas veces más en La Laguna: en el Café Siete, donde solía ir a escuchar un concierto o una lectura mientras tomaba sus whiskys de malta con ademanes de lord inglés; o en el centenario Ateneo, donde se me acercó para felicitarme después de una lectura mía con mucha generosidad y una sonrisa. ¿Cómo olvidarte, querido Carlos?


ALAS PARA EL CAMALEÓN MELANCÓLICO

Decido devorar el aire
ya que no existe luz que no engendre
su semilla en el interior de un muro
bello como un montón
de música en los árboles más dulces.

Quiero aprender y no domesticarme.
Siempre he querido precisar la espuma,
decidirme por desarrollar alas,
me digo, me desdigo, desde mí,
para mí, para quien quisiera oírme
si pudiese escuchar lo que me callo.

Sé que en mis sueños beben
los animales más hermosos:
el peztigre, el leónpantera,
el gatoperro, el pájarohipopótamo,
el camaleón melancólico,
la hiena alada.

Se mastica también lo que es oxígeno,
esa nutricia química intangible
que en cada quien y en cada alguno
unos tales por cuales—
fabrica en carne humana un bosque,
una selva, un jardín concreto,
en que vivan y pequen los seres rechazados
que yo conozco y amo en clandestino,
en el secreto.









sábado, 6 de junio de 2015

VIERNES, 7 DE ENERO DE 2005. ¿Quién no tiene su vida sin balizas, bien desorientada? ¿Quién no se queda inmóvil aunque viaje? ¿Quién no ha limpiado su alma, ha adornado sus mesas con flores humildes y botellitas de colores, ha perfumado los pasillos de la sangre, para que al menos un comensal, un deseo, quiera sentarse allí y disponer de uno? ¿Quién no tiene su fábrica de luz, quién no se aviene a morir dignamente desde las rodillas hasta la frente? ¿Quién puede quedarse sin su más allá aunque esto tan próximo sea un paraíso y un dislate? ¿Quién se negaría a contarle un cuento a un niño, a ser hipocampo embarazoso por la mujer amada? ¿Quién no se colgaría al cuello un símbolo del que se sienta orgulloso? ¿Quién no tiene su creencia, su domesticidad, su cotidiana tentación, su furioso remordimiento? ¿Quién no tiene su aristotélica mascota metafísica, su comparación para el desafuero? ¿Quién no pierde la conciencia de vez en cuando y jura que hubiese preferido no volver para ser mucamo en la mansión del orden y las justas proporciones? ¿Quién no ha violado su moral, quién no ha roto una costumbre dejándola caer al suelo como una pila de platos sucios? Que levante la mano el comme il faut, el achacoso, el quejica, el correcto, el tímido, el asno encorvado que cubrió su fervor de sanos principios grabados a golpe de regla... ¿Quién no ha previsto su tumba, pagado su entierro, quién está como tú al borde de un delirio? Ése, el de la intemperie, que se atenga a las consecuencias, que aprenda un intensivo modo de naufragio, que se entere de una vez, que se lo ha ganado a pulso. ¿Quién no tiene su sonrisa, su buen comer, quién no ha temblado alguna vez a corazón abierto? ¿Y qué podremos hacer al cabo con las precauciones excesivas cuando lo ahorrado penosamente no cotice ni valga la pena gastar en otro mundo? ¡Ay de mí, ay del prójimo engañoso!




lunes, 1 de junio de 2015

SÁBADO, 1 DE JUNIO DE 2002. — Acaso no querrás saberlo, pero los castaños renuevan su hoja. Amanece la tarde. Cada vez duele más volver aquí. Cada vez la belleza y la esperanza duelen más. Todo acabará con mi muerte en esta primavera infinita que no dura, y todo comenzará con mi muerte. Acaso los cielos se arrugan, la luz se enreda en la paciencia de los árboles. Cada vez el sol rompe más lejos y pisa más alto el mar.
La luz se va hasta el horizonte y, allá, tan ausente, entre el cielo y el final de los ojos, asoma el borde de una isla o la silueta de un deseo. Sí, los castaños tienen hojas nuevas y, sin embargo, vuelvo por una hoja que ya no existe. Es primavera nuevamente, de camino aquí vi la fiesta de unas personas que se reían, parecían felices. Pulso un pétalo de la morgallana sin arrancar su flor; tal vez ella se alegra tanto como tú de entregar su luz ahora, su amarilla e intensa claridad, su gualda nítido y oloroso.
En los campos, en las laderas, el algarrobo, la flor humilde del jaramago y los ramos de lavanda. Los gladiolos de los jardines duran más en mi memoria que en la mente del mundo. También, a veces, se nos entrega un lugar, un espacio no habitado por nadie, como un bosque de nubes o la piel de un desierto. ¿Puede esta tarde valer por mi vida? Quedan estelas sobre el mar como caminos que alguien alejó cruzándolos. ¿No es cierto que has venido aquí para nombrar cada hoja que gravite sobre una piedra mohosa?
La belleza puede tener el nombre más nefasto. Hallaste nieve derramada como ventana descosida que helara tu atención. Nadie por los senderos porque los senderos se marchan cada vez a sitios desconocidos, más lejos, más negros, a donde nadie llega.



 

jueves, 21 de mayo de 2015

SÁBADO, 28 DE AGOSTO DE 2004. —El esplendor de la mañana, del alba de verano, que llega suave, silenciosa, sin ningún mal augurio. En apariencia sin pájaros de mal agüero a la vista; pero sí las calas, las playas, donde el mar lame y relame las guirnaldas festivas de un sol en perpetuo jolgorio, en permanente resaca y celebración. Lezamianas o lezamescas imágenes de caleidoscopio. Sierpes de polícroma anatomía, coloraturas de una naturaleza bélica en su paz de lacios cabellos y pieles saladas. Y tú, junto al mar, te quedas en las terrazas, sorbiendo el destilado oro de estos días que se han ido quemando en una llamarada dulce. Y entre las risas de los más bellos y jóvenes amigos, sobre ellos y tú, más arriba, el sobrecielo, el toldo de estrellas y el ojo buñuelesco de la luna, la diosa blanca de las sangres y las mareas, el huevo crudo del tiempo, la tuerta hermosa de Géorgès Melies, y antes de aquel Julio Verne que tanto leíste de niño.

sábado, 16 de mayo de 2015

JUEVES, 14 DE MAYO DE 2015. —(Costa del Silencio) Te vas haciendo de menos, tirado en habitaciones a las que llega el enfurecido y vívido rumor de la calle: la agresiva discusión en francés jergal de una pareja que amenaza con agredirse en cualquier momento. Siempre hay una respuesta que cada uno inventa para hacerle todo el daño posible al otro. También alcanzo a escuchar, casi a diario, el gracioso sermón de una niña de unos nueve o diez años, Victoria, que vive frente al apartamento y estudia por la tarde y en voz alta una ristra de idioteces sobre gobiernos, países, parlamentos, comunidades autónomas, alcaldías y municipalidades, ¡hasta barrios!, que por suerte yo olvidé hace mucho.
Sólo me concentro en sostener y estrechar las circunvoluciones de mi lenguaje con fragilísimos hilos de saliva y sosiego, cierta soledad. Abajo, entre los divididos jardines, las losas color barro y las escaleras que conducen hasta los apartamentos, los gatos de la urbanización juegan o sestean, condenados a su ardiente terraza de una pereza incluso obscena. No hay nada, quizá, menos ampuloso y pomposo, menos grandilocuente que el placer puramente físico o las modestas satisfacciones de los gatos. No corren nunca y apenas sí andan con su majestuosidad racial bajo el grito enajenado de las andoriñas, entre el aire caliente.
En ocasiones parece que los gatos se citaran con las flores de los jardines, los geranios rosados y las grandes matas de adelfa del mismo color. Lejos de cualquier tumulto, parecen recuperar aquí su antiguo y alto lugar, su elevado sitio como deidades de una vieja religión. Escasa la humedad hoy, el aire acierta a rondar las vagas apetencias de todos. El sol va abriendo a empellones cada puerta: nada puede resistirlo. Una música llega ahora desde algún sitio y va como colmando de extraños rostros los espejos. Afuera siguen chillando las andoriñas, los franceses, a veces también las pardelas que antes sólo escuchaba de noche en los acantilados del Palm-Mar.

Difusa por la calima que se dilata desde hace días, y coronando la escena, la Montaña de Guaza.

miércoles, 13 de mayo de 2015

DOMINGO, 22 DE AGOSTO DE 2004. —Me imagino que en el corazón sangrante de las iglesias cristianas, o de las pagodas, debiera haber un altar para el árbol que correspondiera a esos templos; un árbol para dar naturalidad a la fe que agrieta muy pronto los labios con una cadencia y un bisbiseo inútiles. Imagino que así también la araña teje su galaxia vulnerable en el interior de esos comedores farragosos de las casas abandonadas. ¿Y por qué no un Judas, por qué no la soga y aquel árbol del que se colgó y que jamás se ha adorado en su justa medida?



MARTES, 24 DE AGOSTO DE 2004. —La coloratura caliente de esta luz, humeante como un café uruguayo bebido a sorbos ansiosos en Manila. Arracimado fuego de sargazos celestes donde se enreda el afán chismoso de los pájaros, pájaros judíos, adoctrinadores en el arte del exilio, procuradores de sus cuidados. ¿Quién empolla el huevo de este día? Efervescentes brochazos de viento bajo un cielo arenoso, dispuesto a ser marcado por el sello flotante de la luna.

jueves, 7 de mayo de 2015

UN DÍA CUALQUIERA TAL VEZ, PROBABLEMENTE


Uno de esos días, uno cualquiera que esté en oferta, me moriré, ahora sí, definitivamente: me saldrá más barato. Dejaré por fin de sobrevivirme en los besos que me bebo y en los vasos que no pago, y mi exquisito cadáver —sólo tengo uno para toda la semana, también para los sábados— saldrá a flote sin hundir la flota: aproximadamente sobre el río Hudson. Vendrá entonces el forense —lo supongo muy pálido— a deciros a todos que me he asesinado, yo solito, sin hacer ruido. Os imagino ya, complejos y perplejos, casi consternados, escupiendo al cielo y dándome de dado. Os imagino en los pasillos calurosos de cualquier antro, llorando de repente, con los ojos hinchados, y haciendo del infinito un ocho poniéndolo de pie antes de entrar al baño. Pero no quiero que lloreis: los hombres no lloran (eso he oído en mitad de un llanto), y las mujeres cada vez menos: ¡ahora hay que ahorrar tanto!
Tal vez guardeis en la memoria un par de anécdotas sin importancia ni genuino relieve trágico: los viajes al fondo de la noche en los que me sigo embarcando, los barcos ebrios en los que sigo blasfemando, mis bromas a destiempo, mis chistes sin gracia, y que nunca dije un NO rotundo a casi nada ni un “sí, ya es tarde. Hay que volver a casa”. Sin esperar un tiempo prudencial, os repartiréis mis libros y mis discos como buitres carroñeros que sólo siguen su instinto o hacen su trabajo. Quizá incluso os dé por madrugar y os presentéis en mi entierro para echarme tierra encima —incluso, si cuela, hasta una flor— y leer un poema para los más allegados. Yo entonces estaré impertérrito y difunto, muy tieso y muy frío, hierático, muerto de amor por todos vosotros; pero como si no os hubiese visto en la vida: en la muerte se está, generalmente, con los ojos cerrados. Tampoco entonces quiero lágrimas.
Y seguiréis bebiendo, pese al hígado y los años, alguna vez a mi salud (¡cínicos, hipócritas!), para abrazaros luego, con el corazón descosido, las manos temblorosas, y los ojos rotos como platos. Luego volveréis a contar los mismos chistes de siempre: habréis perdido para entonces casi todo vuestro juvenil encanto. Y en vuestra boca, a veces, mis versos sonarán de nuevo. Los curiosos y entusiastas —cumpliendo el protocolo— os preguntarán por mí, y cabizbajos, casi melancólicos, diréis: “se ha muerto en defensa propia, de repente, un día, sin avisar, sin dejar testamento ni dejar rastro...” Diréis que la última vez que me visteis, me visteis bien porque estaba borracho, e invitando a copas con el dinero que jamás tuve para engordar mis deudas y nunca más estar tan flaco.
Meses después vendrá la higiene emocional, hábito moral de la nostalgia. Señalaréis un día, aquél día, en cualquier calendario. De noche, esas noches de los jueves —que ahora son los nuevos sábados—, giraré en torno vuestro como un airecillo sutil que se acerca por la espalda y, al cuarto chupito, pondréis uno más por si aparezco; pero no: entonces ya no habrá canción que valga la pena cantar (no habrá ni un viejo corrido mejicano). Mis pasiones se irán a la buhardilla o al trastero, y de mi música quedarán cáscaras tan sólo, “sombras nada más...”, como dice el tango. Con los meses pasarán los años y, en los relojes de arena, nuestra memoria será como un desierto; ya sabéis: “Los oasis son siempre espejismos (…) Cuando me quisieron, yo no quise tanto”.

Y también vosotros os iréis marchando, sin quejas ni lamentos, sin hacer ruido (como yo), poco a poco, uno a uno quizá; pero siempre habrá una mano amagando con un brindis, una mirada desvalida y mojada como un perro entre las calles, unos pasos perdidos, ya de madrugada. Un día de esos me moriré, para siempre, y tampoco... será para tanto.

martes, 28 de abril de 2015

LA ALIANZA

A la caída de la tarde
cruza junto a las palmas
que agitan manos invisibles.
Cuando cae la tarde, palmas y adelfas rojas
al sur de un pueblo polvoriento,
minúsculo,
marcado por la herida del hibisco
y el livor torturado del desierto.

¿Para quién camina y hacia dónde?
¿Por quién viene y avanza
entre la fresca música del mundo?

Sopla seca la brisa, indiferente,
cuando cae la tarde
y arden las palmas de oro,
en el umbral del sur, a las puertas del pueblo.

Ahora no se siente separado
de toda esta cadencia jubilosa
de la que viene la mitad
de su sangre, el denario,
la moneda partida de su sangre
como símbolo deseoso
de un cumplimiento, de una integridad.

Hombre de las colinas,
a los pocos que quieren escucharlo
transmite lo aprendido:
intimidad y espacio, soledad,
silencio, un poco de belleza...
esta alianza con todo lo que existe. 


sábado, 25 de abril de 2015

EL DISCURSITO INFAME DE WERT

La ceremonia de entrega del Premio Cervantes 2014 el pasado 23 de abril en Alcalá de Henares a Juan Goytisolo fue mucho más que interesante. Después del habitual pasillo peripatético por los jardines del lugar, las palabras del gran escritor catalán fueron lúcidas, contundentes, justas, y con la acidez necesaria en un contexto enmohecido por el protocolo opaco, donde Goytisolo parecía el pájaro exótico al que un cuco longevo y voraz había expulsado del nido hace mucho y que ahora, al retornar a él, lo encontraba lleno como el autor de Makbara dijo citando a García Márquez por "la exquisita mierda de la gloria". La intervención de Goytisolo no tuvo la violencia de la entrada de Cristo en el Templo de Jerusalén para expulsar a los mercaderes, ni pagará por ella el peaje que pagó Zola por su filípica en el caso Dreyfus; pero también sirvió para purificar un poco el aire, y acusó bien y mirando a las caritas propicias.
Aparte de la actitud desganada e indisimuladamente molesta del Presidente de la Comunidad de Madrid, lo que me pareció bochornoso y asqueroso fue la intervención del ministro de Cultura José Ignacio Wert, quien, tras describir pormenorizadamente un recorrido inane y obvio por la biobibliografía del premiado, y no contento con ello ni con las mentiras dichas sobre Almería y su situación socioeconómica actual, se atrevió a hablar por los muertos y decir cuáles serían sus “tentaciones” y lo que escribirían hoy Jaime Gil de Biedma o Ángel González de estar entre nosotros. Con su muy afectada pronunciación de nombres y títulos en otros idiomas, Wert fue inmoral, falaz e infame hasta decir basta. Lástima que nadie interviniera entonces para cortarlo y preguntarle cómo sabe él, cómo sabe nadie, lo que escribirían hoy, de estar vivos, Biedma o González.
No hay cobardía mayor que aquella que se ejerce hablando por los muertos, queriendo adivinarlos y manejarlos en su ausencia, sin que puedan defenderse ni rebatir lo que sobre ellos se asegura, y desde el más descarado cinismo. Goytisolo, como poco, y no olvidando que se contradice recibiéndolo ni su silencio sobre el Sáhara Occidental, fue valiente y distinto, ajeno en lo posible a la élite política y pútrida que bullía a su alrededor, y que no dejaba de mirarlo con desconfianza, suficiencia y muy por encima del hombro. El discursito de Wert, pronunciado sin ningún sonrojo, es el penúltimo alarde vergonzante de otro acomodado y agradecido "vientre sentado" (Cernuda dixit).



miércoles, 22 de abril de 2015

CERVANTES Y GOYTISOLO


El 24 de noviembre del año pasado saltaba la noticia en los medios: se le había concedido el Premio Cervantes a Juan Goytisolo, y lo que parecía una decisión justa y sensata que se había hecho esperar demasiado, se sintió como una gran sorpresa. Pese a que por la calidad y la riqueza de su escritura, por su ambicioso proyecto literario, el escritor catalán merecía de sobra el “Nobel” de las letras españolas,yo ya no esperaba que fuera a recibirlo y me había acostumbrado a ver desfilar por Alcalá de Henares, cada 23 de abril, a novelistas y poetas buenos, regulares, y hasta bastante malos. En unas cuantas ocasiones, a algunos muy por debajo de la relevancia y el nombre del premio.
Mis primeras lecturas del autor de Makbara (1980) fueron en años universitarios, y recuerdo con placer títulos como: Campos de Níjar (1960), La Chanca (1962), Don Julián (1970), El furgón de cola (1976), Coto vedado (1985), En los reinos de Taifa (1986), Telón de boca (2003)... y otros que no me gustaron nada, como Paisajes después de la batalla (1982) o Carajicomedia (2000). Durante años lo leí con admiración y gratitud, pero nadie es infalible ni hay héroes sin talón vulnerable, pues de un generoso talón de 125.000 euros va la cosa. Penosamente, la hemeroteca ha puesto en entredicho a Goytisolo, quien en una entrevista en 2001 para ABC dijo que nunca aceptaría el galardón que ahora recoge: “Estoy dispuesto a firmarlo ante notario: no pienso aceptar el Premio Cervantes nunca”. Y ahora sin embargo dice: “Nunca dije que lo rechazaría. No se puede rechazar un premio que lleve el nombre de Cervantes”. Si esto es verdad, si el periodista mintió o tergiversó una información, ¿por qué Goytisolo no lo denunció en su momento, por qué ha esperado catorce años para ello y sólo cuando las circunstancias lo han dejado en una incomodísima posición?

Goytisolo ha cuidado siempre de mantenerse dentro de un marco ético modélico; por ello es aún más triste escuchar a quien durante años ha sido un referente creador y crítico, y aún parece dispuesto a serlo, diciendo Diego donde antes dijo digo. Hoy Goytisolo, como ha escrito de él Caballero Bonald (un falso infractorcillo de manual y mal poeta), se ha convertido quizá en lo que nunca quiso ser: un “maestro de heterodoxos” cazado en sus contradicciones y traicionado por sus propias palabras. La bravata, los cambios de opinión o la incoherencia son humanas; pero creo que lo más respetuoso y saludable, para él y sus lectores, sería asumir lo una vez dicho y admitir, si lo hubo, el error o el desprecio hacia el Cervantes.






sábado, 11 de abril de 2015

KILLING ME SOFTLY


Sinónimo de muerte dulce (2015), primera novela recién editada de la joven escritora Mireia Pérez Fumero comienza con un preámbulo: la grabación de un programa de radio donde el que lo conduce (primera voz que nos habla en el texto) entrevista a una joven escritora: Ana Sorosiaha de Lefebvre, quien acaba de ganar el 2º premio en un concurso literario, del que no se nos dan datos, con una novela suya. La escritora es de origen español, parece algo desconcertada con la situación y no entiende qué hace allí: que sea ella la invitada y no la ganadora del premio. Quien lleva a cabo la entrevista (no sabemos su nombre) le dice que, una vez leídas las dos obras, había preferido la suya. En el primer capítulo asistimos, como indiscretos espectadores, al monólogo interior de un hombre, un empresario que deja saber al lector que es el marido atormentado de la escritora, de Ana de Lefebvre. Viven en París. Él nos cuenta cómo la conoció y creyó salvarla, en un primer momento, de su tendencia o instinto autodestructor: Anne es una mujer poblada de demonios que había decidido morir, más bien matarse, en Tenerife, quizá después de una borrachera salpicada de fatales pastillas. Es él quien la salva, aunque el lector siente que es sólo un salvamento, un rescate momentáneo y que ella volverá a intentarlo hasta conseguirlo o quedar agarrada a la taza del wáter con el estómago, el corazón y el cerebro en la boca.
En el segundo capítulo es una mujer quien nos habla e interpela al lector. No es difícil intuir o suponer de inmediato que es Ana de Lefebvre. Está acostada y dice que alguien se ha ido (¿el gran amor que ha dejado atrás o su marido?). Así van apareciendo los personajes del libro, in media res o en mitad de la tormenta emocional que los envuelve, sin sernos presentados en su condición física y social o en su contexto familiar. La mujer que le habla al lector en este capítulo desarrolla otro monólogo interior, el suyo, el cual parece una respuesta o una puesta en antecedentes con respecto al que le precede. Ella parece hablarle al hombre, que no es otro que su marido. La mujer dice lo que le gusta, cuáles son sus costumbres morales, sus hábitos hedonistas: pasear por el Cementerio de Montparnasse y leer a algunos de sus autores favoritos: Julio Cortázar o Virginia Woolf. Aficiones, gustos, placeres estéticos que él, el empresario, el economista, desprecia u observa con compasiva indiferencia.
Ella admite y confiesa (mucho de confesión tiene la novela) que está mal, que trata de leer y en muchas ocasiones no puede. Toma una medicación fuerte y, a veces, se le va la cabeza y no consigue concentrarse en la lectura. Todo agravado, además, por su afición al vino. En la página 18 ella nos dice, al fin, el nombre de él: se llama Richard. Anne cada vez come menos, se siente débil y percibe que Richard ya no la desea como antes, ni siquiera la toca. Comer y escribir, en lugar de placeres complementarios (el físico y el intelectual), se han convertido en un deber, en una prescripción vagamente balsámica. Ella sigue barajando el suicidio como una opción muy posible, como el escape o la liberación definitiva. Había salido de la ciudad en dirección o en busca del mar, pero regresa a París. París es también una excusa hermosa y monumental para continuar viviendo y tocando el piano.
Ha habido otros hombres para Ana de Lefebvre, pero ella sigue amando a uno, Mateo, con el que aún sueña llevar a cabo un proyecto de vida: “...habiendo otros es inevitable que estés tú...”, leemos. Además de la historia que nos cuenta, la autora nos deja, en mitad de la narración, interpretaciones hermosas y agudas sobre el concepto o el significado que para ella tienen algunos verbos, como es el caso de “atisbar”: “ese verbo marchito porque no termina de atar sus nudos”. La protagonista, ya lo tenemos meridianamente claro, es una joven escritora de veintipocos años que toca el piano y se siente tan mal que se agarra al alcohol como a un chaleco salvavidas que, sin embargo, no hace más que hundirla más y más en el cieno. Además de Cortázar y Woolf, desfilan también por el libro Mallarmé, Dylan Thomas o Matisse, como para acabar de definir el carácter y los intereses en la alta cultura de la protagonista. Como nos dice bien la voz narrativa, la acción —situada en un presente que se siente muy próximo— se desarrolla en medio de una “Europa partida”. Esa es la Europa que siempre hemos conocido, sobre todo en este momento y a lo largo de todo el siglo pasado: un continente dividido, con una muy falsa solidaridad administrativa y económica entre los países que lo forman, y donde los intereses y el poder de unos pocos (Francia, y sobre todo Alemania) ha prevalecido sobre el de los países más pequeños.
Con el cierre de los primeros capítulos ya sabemos cuál puede ser el origen del mal que aqueja a Anne: una violación hace ocho o nueve años por parte de un tipo que ahora le ha dejado una gran cantidad de dinero con la que ella no sabe qué hacer ni si será capaz de administrar en sus condiciones: una suerte de herencia envenenada. La autora, que escribe su novela en una arriesgada y poco frecuente segunda persona del singular (hay, sin embargo, algún capítulo en 3ª), no esconde sus maestros y principales referencias literarias y plásticas: Nabokov, García Márquez, Borges, Joan Margarit, José Corredor-Matheos, Vermeer... referencias reales en las que se apoya la historia y su protagonista que, cuando sale de París, busca el mar y piensa en el deseo; pero no en el amor. La convivencia entre Richard y Anne es tensa, desesperante, conflicitiva... Y hay otro hombre, Jacques, el psiquiatra de Anne, que está enamorado de ella y estará dispuesto a cometer una barbaridad por conseguirla: algo similar le ocurrirá más tarde a Simona. Pero “...No se puede planear morir de una forma artísitica, no está permitido...” (pág. 56). Igualmente, de quien nos enamoramos tampoco puede planearse ni forzarse.
Como en un juego de muñecas rusas, Anne —la protagonista del libro— escribe sobre una chica que se parece o nos recuerda a ella. Confundiéndose, desdoblándose, multiplicándose, juega a que está menos sola de lo que siente. Aun así, es una suicida en potencia con demasiado dinero de pronto que sólo podría servirle para autodestruirse. La intensidad de la prosa de Mireia en esta su primera novela se deja ver, de principio a fin, en el cruce complejo de emociones que espolean la historia, en el juego dramático de personajes que van pasándose el relevo (quizá también la máscara) y el pábulo para la confesión, para el monólogo donde cada palabra arrastra algo profundo y doloroso en ellos, como si una larga cucharilla descendiera por la garganta hasta el estómago y raspase las entrañas de cada uno. En medio de toda la vorágine está Anne, una joven que se lo ha jugado todo por la escritura, que desea y espera el éxito del libro que está a punto de publicar y el reconocimiento; aunque la sala donde aguarde la dádiva de críticos y lectores se encuentre en alguna de las terrazas del infierno.