lunes, 1 de junio de 2015

SÁBADO, 1 DE JUNIO DE 2002. — Acaso no querrás saberlo, pero los castaños renuevan su hoja. Amanece la tarde. Cada vez duele más volver aquí. Cada vez la belleza y la esperanza duelen más. Todo acabará con mi muerte en esta primavera infinita que no dura, y todo comenzará con mi muerte. Acaso los cielos se arrugan, la luz se enreda en la paciencia de los árboles. Cada vez el sol rompe más lejos y pisa más alto el mar.
La luz se va hasta el horizonte y, allá, tan ausente, entre el cielo y el final de los ojos, asoma el borde de una isla o la silueta de un deseo. Sí, los castaños tienen hojas nuevas y, sin embargo, vuelvo por una hoja que ya no existe. Es primavera nuevamente, de camino aquí vi la fiesta de unas personas que se reían, parecían felices. Pulso un pétalo de la morgallana sin arrancar su flor; tal vez ella se alegra tanto como tú de entregar su luz ahora, su amarilla e intensa claridad, su gualda nítido y oloroso.
En los campos, en las laderas, el algarrobo, la flor humilde del jaramago y los ramos de lavanda. Los gladiolos de los jardines duran más en mi memoria que en la mente del mundo. También, a veces, se nos entrega un lugar, un espacio no habitado por nadie, como un bosque de nubes o la piel de un desierto. ¿Puede esta tarde valer por mi vida? Quedan estelas sobre el mar como caminos que alguien alejó cruzándolos. ¿No es cierto que has venido aquí para nombrar cada hoja que gravite sobre una piedra mohosa?
La belleza puede tener el nombre más nefasto. Hallaste nieve derramada como ventana descosida que helara tu atención. Nadie por los senderos porque los senderos se marchan cada vez a sitios desconocidos, más lejos, más negros, a donde nadie llega.



 

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