lunes, 15 de junio de 2015

QUERIDO CARLOS


Veinticuatro de noviembre de 2000. Es una tarde fugaz y fría de otoño en el Aulario de Guajara. Aún curso tercero de Filología Hispánica y seguramente habré dejado de ir a alguna clase, o dicha clase habrá sido aplazada por el profesor/a, para asistir a una lectura poética. Dentro del ciclo ideado y organizado por Miguel Martinón, aquella vez participaba Carlos Pinto Grote con una breve selección de sus más de veinte libros. Don Carlos ya era un hombre viejo, no sé si un anciano; pero un señor mayor al que, sin embargo, le restaban y lo alzaban sobre su pequeña estatura unas fuerzas que no se sabe bien de dónde salían. Antes y después de aquella tarde había visto a otros hombres ya viejos, con más o con menos edad que don Carlos; pero a ninguno con aquella entereza, con aquella seguridad dubitativa, emocionada, en la voz que pronunciaba con temblor cada sílaba, cada experiencia matizada, reconstruida en la tranquilidad húmeda de una mínima ciudad universitaria y conventual.
«Cansado de esperar tu voz lejana / duermo en la paz inquieta de las cosas...» Jamás había visto a un hombre barbado tan fresco, con menos aspecto de fatiga, confesar un cansancio. No era un agotamiento físico, sino una demora sentimental, un silencio por parte del otro (de ella en este caso) que derrotaba y sumía al poeta en melancolía, en dolor, en una tristeza metafísica y sentimental, íntima e inconsolable. Primeros versos de un soneto incluido en su primer libro, Las tardes o el deseo (1954). Había un deseo frustrado y un límite, un atardecer insatisfecho en aquellas palabras. En un momento, el medio siglo, donde la poesía española se veía arrastrada al compromiso con las circunstancias históricas, a ser instrumento de las maleables ideologías y los tumbos políticos, Carlos Pinto Grote examinaba su intimidad, nos hacía sentir el tiempo mediante su insinuación, y se alejaba de las tendencias para ir descubriendo su estilo, si bien aún encerrado en sonetos neoclásicos y garcilasistas.
Después de aquella tarde remota, nos encontramos unas cuantas veces más en La Laguna: en el Café Siete, donde solía ir a escuchar un concierto o una lectura mientras tomaba sus whiskys de malta con ademanes de lord inglés; o en el centenario Ateneo, donde se me acercó para felicitarme después de una lectura mía con mucha generosidad y una sonrisa. ¿Cómo olvidarte, querido Carlos?


2 comentarios:

  1. No lo conocí, pero tuve una simpática conversación por teléfono con él en la que me confundió con una chica que quería ligar con él. Parecía un hombre muy agradable. D.E.P. Buen texto, como siempre Iván.

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  2. Gracias. Era un ser fuerte, hermoso, extraordinario, lleno de creencia y altos conceptos de las cosas. Me alegro de que viviera tanto y con tanto provecho para el bien, para lo bueno, para belleza y placer.

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