miércoles, 17 de junio de 2015

LUNES, 22 DE MAYO DE 2006. (La Laguna) He venido esta tarde, después de clase, al Salón de actos de Magisterio para volver a ver (¿cuántas veces ya?) Un perro andaluz (1929), la extraordinaria y brevísima ¿película? de Luis Buñuel, con guión del propio Buñuel y de Salvador Dalí. Debido a la extrema cortedad del genial director aragonés, en la sala también se proyectará luego La sangre de un poeta (1930), la película dirigida por el poeta y novelista Jean Cocteau. La de Cocteau tampoco es larga: apenas alcanza la hora.
En cuanto a la película de Buñuel, con ese gran diván freudiano tras la cámara y dentro de la cabeza del director, contiene imágenes que, una vez vistas, se quedan para siempre en la retina de ese ojo mental que vuelve a poner frente a ti aquellas hormigas saliendo de la palma de la mano (al parecer un sueño de Dalí que éste comparte con su amigo), aquel tocamiento de pechos femeninos, aquellas dos pesadas mulas muertas sobre un piano arrastrado penosamente y, sobre todo, aquel ojo tachado del arranque, aquella pupila cercenada, cortada por un barbero (el propio Buñuel) que insinúa que es el de una mujer. En fin, escándalo de burgueses provocado por creadores venidos de familias burguesas. Hay quien ha insinuado y cree que el perro andaluz era Federico García Lorca (no recuerdo ahora dónde lo leí).
Hay un poco de filosofía marxista tras la cinta, pero lo que hay, sobre todo, son las teorías psicoanalistas revolucionarias, y muy influyentes a comienzos de siglo, del culto psicólogo vienés, que escribía muy bien, fue un gran lector y un hombre muy bien relacionado. El Surrealismo alimenta Un perro andaluz como Rimbaud alimentó el pensamiento poético y el movimiento bretoniano mediante el afán, ingenuo, utópico si se quiere, de cambiar la vida (Marx pedía transformar el mundo); pero el mundo no se puede cambiar, lo mejor que se puede hacer por él es diversificarlo, ampliarlo, pluralizarlo hasta donde sea posible. Hoy vemos que ni siquiera la política sirve para cambiar el mundo porque quienes la manejan desde la visibilidad y los cargos públicos están sometidos al dinero sombrío que les llega del verdadero poder, aquel que está oculto, financia y decide las campañas políticas, y no se muestra más que cuando puede serle beneficioso o rentable.
No se puede disfrutar ni entender el Surrealismo ni ninguno de los otros movimientos vanguardistas (pongamos por caso el Dadaísmo de un Tristán Tzara) excluyendo un olvidando el elemento lúdico que lo compone y que llega a convertirse en una vía, en una praxis para cambiar la realidad y habitar otra: sin asideros, inesperada, sumida en un caos sólo aparente, donde la imagen siempre es una ruptura, una violencia con el orden cotidiano de la experiencia. Hubo en Canarias un Surrealismo tan puro como el de Pedro García Cabrera en Dársena con despertadores (1936), o el del pintor Óscar Domínguez, quien quizá para anestesiar u olvidar su doliente realidad, se entregó sin precauciones al movimiento casi muriendo en él o a través de sus métodos. Buñuel es un caso distinto: se aprovecha de los elementos que introduce; pero sabiendo muy bien que la vida no era solamente arte y que era imposible igualar, como escribió Andrés Fernández de Andrada en su célebre «Epístola moral a Fabio», vida y pensamiento sin quedarse por el camino. El arte de Buñuel no es gratuito ni se hace sólo en función de sí mismo, como mera masturbación estética; muy al contrario: trata de convulsionar, de provocar una reacción no menos violenta que la que él ofrece.
El cine de Buñuel en sus primeras cintas, tanto en ésta como en La edad de oro (1930), es un cine novedoso y, lo que es más importante, desaforadamente nuevo. El director propone una temprana cesura con un arte relativamente reciente, muy reciente comparado con otros (apenas tenía entonces tres décadas); pero que quizá ya empezaba a volverse acomodaticio y autocomplaciente. Buñuel advierte antes que nadie los avisos de esta ruina y usa la violencia como método. El ojo cortado por la navaja, como la nube cortada por la luna, es también un tajo sobre un discurso cinematográfico previo que comenzaba a apelmazarse y a funcionar según una actuación lógica muy marcada: una pura y simple satisfacción sin sorpresas, un regocijo de las emociones del espectador que estaba ansioso por buscar en la pantalla personajes ideales, estereotipos muy definidos, muy estrictos, con los que identificarse y olvidarse de sí mismo.
El sueño, el caos onírico que Buñuel mezcla en su paleta de luces y sombras caravaggionescas, en alianza con el provocador Dalí, es un golpe seco en el estómago flojo y desprotegido de la sociedad española y europea de los felices años veinte. Uno se sienta ante la cinta y quiere ordenar algo, una historia, unas imágenes que no se prestan a ningún desarrollo armónico, a ninguna periodicidad. Ni un espacio ni un tiempo bien definidos, todo in media res, sin que se nos ofrezca un contexto claro, unos antecedentes a los que agarrarnos. No parece difícil imaginarse a los primeros espectadores de la película removiéndose incómodos en sus asientos, y preguntándose qué demonios era aquello, y por qué se sentían casi molestos, descontentos, insultados... La película de Buñuel no excluía una racionalidad que, además de querer renovar y revolucionar el viejo arte burgués, quería clavar astillas en la conciencia del ya entonces ocioso consumidor de arte.






1 comentario:

  1. Esta es, sin duda, la más perfecta ¿reseña? ¿interpretación? como queramos llamarla de la película de Buñuel. No dudo que si algún alumno de cine llega a leer esto se sentirá, si es inteligente, mucho más cercano a Buñuel y a lo que quiso contar que lo que lo podrá hacer con cualquiera de sus acartonados profesores. Es cierto, a mi parecer, que Buñuel era un talento provocador y auto-consciente de la acción-reacción de su trabajo, quizás el primero que utilizó el surrealismo con el fin de que el cine cumplía un servicio y no solo era arte. Imaginemos que más de treinta años después nos deja dos escenas irrepetibles en Viridiana: la reproducción de esa última cena pagana en la que nos mira una vagina a la cámara en la que nos miramos irremediablemente, y el final, ese trío incestuoso para burlar la censura. Buñuel, un genio adaptable, quizás demasiado inteligente, siempre con una abeja dentro de una caja que nunca veremos.

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