sábado, 11 de abril de 2015

KILLING ME SOFTLY


Sinónimo de muerte dulce (2015), primera novela recién editada de la joven escritora Mireia Pérez Fumero comienza con un preámbulo: la grabación de un programa de radio donde el que lo conduce (primera voz que nos habla en el texto) entrevista a una joven escritora: Ana Sorosiaha de Lefebvre, quien acaba de ganar el 2º premio en un concurso literario, del que no se nos dan datos, con una novela suya. La escritora es de origen español, parece algo desconcertada con la situación y no entiende qué hace allí: que sea ella la invitada y no la ganadora del premio. Quien lleva a cabo la entrevista (no sabemos su nombre) le dice que, una vez leídas las dos obras, había preferido la suya. En el primer capítulo asistimos, como indiscretos espectadores, al monólogo interior de un hombre, un empresario que deja saber al lector que es el marido atormentado de la escritora, de Ana de Lefebvre. Viven en París. Él nos cuenta cómo la conoció y creyó salvarla, en un primer momento, de su tendencia o instinto autodestructor: Anne es una mujer poblada de demonios que había decidido morir, más bien matarse, en Tenerife, quizá después de una borrachera salpicada de fatales pastillas. Es él quien la salva, aunque el lector siente que es sólo un salvamento, un rescate momentáneo y que ella volverá a intentarlo hasta conseguirlo o quedar agarrada a la taza del wáter con el estómago, el corazón y el cerebro en la boca.
En el segundo capítulo es una mujer quien nos habla e interpela al lector. No es difícil intuir o suponer de inmediato que es Ana de Lefebvre. Está acostada y dice que alguien se ha ido (¿el gran amor que ha dejado atrás o su marido?). Así van apareciendo los personajes del libro, in media res o en mitad de la tormenta emocional que los envuelve, sin sernos presentados en su condición física y social o en su contexto familiar. La mujer que le habla al lector en este capítulo desarrolla otro monólogo interior, el suyo, el cual parece una respuesta o una puesta en antecedentes con respecto al que le precede. Ella parece hablarle al hombre, que no es otro que su marido. La mujer dice lo que le gusta, cuáles son sus costumbres morales, sus hábitos hedonistas: pasear por el Cementerio de Montparnasse y leer a algunos de sus autores favoritos: Julio Cortázar o Virginia Woolf. Aficiones, gustos, placeres estéticos que él, el empresario, el economista, desprecia u observa con compasiva indiferencia.
Ella admite y confiesa (mucho de confesión tiene la novela) que está mal, que trata de leer y en muchas ocasiones no puede. Toma una medicación fuerte y, a veces, se le va la cabeza y no consigue concentrarse en la lectura. Todo agravado, además, por su afición al vino. En la página 18 ella nos dice, al fin, el nombre de él: se llama Richard. Anne cada vez come menos, se siente débil y percibe que Richard ya no la desea como antes, ni siquiera la toca. Comer y escribir, en lugar de placeres complementarios (el físico y el intelectual), se han convertido en un deber, en una prescripción vagamente balsámica. Ella sigue barajando el suicidio como una opción muy posible, como el escape o la liberación definitiva. Había salido de la ciudad en dirección o en busca del mar, pero regresa a París. París es también una excusa hermosa y monumental para continuar viviendo y tocando el piano.
Ha habido otros hombres para Ana de Lefebvre, pero ella sigue amando a uno, Mateo, con el que aún sueña llevar a cabo un proyecto de vida: “...habiendo otros es inevitable que estés tú...”, leemos. Además de la historia que nos cuenta, la autora nos deja, en mitad de la narración, interpretaciones hermosas y agudas sobre el concepto o el significado que para ella tienen algunos verbos, como es el caso de “atisbar”: “ese verbo marchito porque no termina de atar sus nudos”. La protagonista, ya lo tenemos meridianamente claro, es una joven escritora de veintipocos años que toca el piano y se siente tan mal que se agarra al alcohol como a un chaleco salvavidas que, sin embargo, no hace más que hundirla más y más en el cieno. Además de Cortázar y Woolf, desfilan también por el libro Mallarmé, Dylan Thomas o Matisse, como para acabar de definir el carácter y los intereses en la alta cultura de la protagonista. Como nos dice bien la voz narrativa, la acción —situada en un presente que se siente muy próximo— se desarrolla en medio de una “Europa partida”. Esa es la Europa que siempre hemos conocido, sobre todo en este momento y a lo largo de todo el siglo pasado: un continente dividido, con una muy falsa solidaridad administrativa y económica entre los países que lo forman, y donde los intereses y el poder de unos pocos (Francia, y sobre todo Alemania) ha prevalecido sobre el de los países más pequeños.
Con el cierre de los primeros capítulos ya sabemos cuál puede ser el origen del mal que aqueja a Anne: una violación hace ocho o nueve años por parte de un tipo que ahora le ha dejado una gran cantidad de dinero con la que ella no sabe qué hacer ni si será capaz de administrar en sus condiciones: una suerte de herencia envenenada. La autora, que escribe su novela en una arriesgada y poco frecuente segunda persona del singular (hay, sin embargo, algún capítulo en 3ª), no esconde sus maestros y principales referencias literarias y plásticas: Nabokov, García Márquez, Borges, Joan Margarit, José Corredor-Matheos, Vermeer... referencias reales en las que se apoya la historia y su protagonista que, cuando sale de París, busca el mar y piensa en el deseo; pero no en el amor. La convivencia entre Richard y Anne es tensa, desesperante, conflicitiva... Y hay otro hombre, Jacques, el psiquiatra de Anne, que está enamorado de ella y estará dispuesto a cometer una barbaridad por conseguirla: algo similar le ocurrirá más tarde a Simona. Pero “...No se puede planear morir de una forma artísitica, no está permitido...” (pág. 56). Igualmente, de quien nos enamoramos tampoco puede planearse ni forzarse.
Como en un juego de muñecas rusas, Anne —la protagonista del libro— escribe sobre una chica que se parece o nos recuerda a ella. Confundiéndose, desdoblándose, multiplicándose, juega a que está menos sola de lo que siente. Aun así, es una suicida en potencia con demasiado dinero de pronto que sólo podría servirle para autodestruirse. La intensidad de la prosa de Mireia en esta su primera novela se deja ver, de principio a fin, en el cruce complejo de emociones que espolean la historia, en el juego dramático de personajes que van pasándose el relevo (quizá también la máscara) y el pábulo para la confesión, para el monólogo donde cada palabra arrastra algo profundo y doloroso en ellos, como si una larga cucharilla descendiera por la garganta hasta el estómago y raspase las entrañas de cada uno. En medio de toda la vorágine está Anne, una joven que se lo ha jugado todo por la escritura, que desea y espera el éxito del libro que está a punto de publicar y el reconocimiento; aunque la sala donde aguarde la dádiva de críticos y lectores se encuentre en alguna de las terrazas del infierno.


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