jueves, 7 de mayo de 2015

UN DÍA CUALQUIERA TAL VEZ, PROBABLEMENTE


Uno de esos días, uno cualquiera que esté en oferta, me moriré, ahora sí, definitivamente: me saldrá más barato. Dejaré por fin de sobrevivirme en los besos que me bebo y en los vasos que no pago, y mi exquisito cadáver —sólo tengo uno para toda la semana, también para los sábados— saldrá a flote sin hundir la flota: aproximadamente sobre el río Hudson. Vendrá entonces el forense —lo supongo muy pálido— a deciros a todos que me he asesinado, yo solito, sin hacer ruido. Os imagino ya, complejos y perplejos, casi consternados, escupiendo al cielo y dándome de dado. Os imagino en los pasillos calurosos de cualquier antro, llorando de repente, con los ojos hinchados, y haciendo del infinito un ocho poniéndolo de pie antes de entrar al baño. Pero no quiero que lloreis: los hombres no lloran (eso he oído en mitad de un llanto), y las mujeres cada vez menos: ¡ahora hay que ahorrar tanto!
Tal vez guardeis en la memoria un par de anécdotas sin importancia ni genuino relieve trágico: los viajes al fondo de la noche en los que me sigo embarcando, los barcos ebrios en los que sigo blasfemando, mis bromas a destiempo, mis chistes sin gracia, y que nunca dije un NO rotundo a casi nada ni un “sí, ya es tarde. Hay que volver a casa”. Sin esperar un tiempo prudencial, os repartiréis mis libros y mis discos como buitres carroñeros que sólo siguen su instinto o hacen su trabajo. Quizá incluso os dé por madrugar y os presentéis en mi entierro para echarme tierra encima —incluso, si cuela, hasta una flor— y leer un poema para los más allegados. Yo entonces estaré impertérrito y difunto, muy tieso y muy frío, hierático, muerto de amor por todos vosotros; pero como si no os hubiese visto en la vida: en la muerte se está, generalmente, con los ojos cerrados. Tampoco entonces quiero lágrimas.
Y seguiréis bebiendo, pese al hígado y los años, alguna vez a mi salud (¡cínicos, hipócritas!), para abrazaros luego, con el corazón descosido, las manos temblorosas, y los ojos rotos como platos. Luego volveréis a contar los mismos chistes de siempre: habréis perdido para entonces casi todo vuestro juvenil encanto. Y en vuestra boca, a veces, mis versos sonarán de nuevo. Los curiosos y entusiastas —cumpliendo el protocolo— os preguntarán por mí, y cabizbajos, casi melancólicos, diréis: “se ha muerto en defensa propia, de repente, un día, sin avisar, sin dejar testamento ni dejar rastro...” Diréis que la última vez que me visteis, me visteis bien porque estaba borracho, e invitando a copas con el dinero que jamás tuve para engordar mis deudas y nunca más estar tan flaco.
Meses después vendrá la higiene emocional, hábito moral de la nostalgia. Señalaréis un día, aquél día, en cualquier calendario. De noche, esas noches de los jueves —que ahora son los nuevos sábados—, giraré en torno vuestro como un airecillo sutil que se acerca por la espalda y, al cuarto chupito, pondréis uno más por si aparezco; pero no: entonces ya no habrá canción que valga la pena cantar (no habrá ni un viejo corrido mejicano). Mis pasiones se irán a la buhardilla o al trastero, y de mi música quedarán cáscaras tan sólo, “sombras nada más...”, como dice el tango. Con los meses pasarán los años y, en los relojes de arena, nuestra memoria será como un desierto; ya sabéis: “Los oasis son siempre espejismos (…) Cuando me quisieron, yo no quise tanto”.

Y también vosotros os iréis marchando, sin quejas ni lamentos, sin hacer ruido (como yo), poco a poco, uno a uno quizá; pero siempre habrá una mano amagando con un brindis, una mirada desvalida y mojada como un perro entre las calles, unos pasos perdidos, ya de madrugada. Un día de esos me moriré, para siempre, y tampoco... será para tanto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario