lunes, 5 de enero de 2015

QUIETUD DE LA MAÑANA

Acababa de despertar, pero no de golpe, sino lánguida, lentamente. Ha admitido el final del sueño con desgana, con pereza, casi con el dolor humillante de las últimas pesadillas que ha tenido. A su alrededor, el dormitorio del viejo apartamento va adquiriendo los colores y contornos habituales; los objetos, que van maquillando sus formas nocturnas, se presentan tal como cabría esperarlos: exactamente como eran ayer. Su pensamiento está agitado, pero en la habitación todo aguarda tranquilo e inalterable: la ropa limpia sobre la silla, el mueble de la cómoda, los libros en la mesilla de noche, la maleta a medio deshacer, la botella de agua vacía junto a la cama... Cuando se asoma a la ventana, el aire parece a punto de hacerse visible sobre las ramas de los árboles, llenos de una gran quietud.
Fuera ve a las chicas de la limpieza haciendo su trabajo diario de barrer y fregar los suelos de la urbanización. Aún no ha llegado el verano, pero el clima cálido del fin de semana permite que los niños se bañen en la piscina, y griten felices corriendo a su alrededor, justo ahí, en la casa de enfrente. Un viejo estaba sentado en la mesa de una terraza, y se concentraba en un periódico mientras sorbía su taza de café. Todo transcurría suave, blandamente, como si no pasara nada, y en realidad no ocurría gran cosa: unos adolescentes que vendían cajas de fresas para costearse el viaje de fin de curso, los conductores de camiones que metían cajas con botellas en las despensas de los bares, los gatos de su calle que retozaban mimosos en los jardines, las muchachas que pasaban agitando sus faldas, coletas, y el sonajero de sus risas... En tanto, el sol flotaba apacible sobre la escena, como una cometa sujetada por un niño invisible.
Nadie lo acompañaba. Había comprado el apartamento para recrear la soledad propia. Hacía rato que el mundo había comenzado a mover sus milenarios y pesados engranajes; pero contrariamente a esto, él se sentía al final de algo que ni siquiera lograba adivinar. Sólo tenía una sensación, una vaga intuición. Cuando se levantó y fue al cuarto de baño, no se inmutó al no verse en el espejo. Cuando traspasó la puerta sin abrirla para alcanzar la escalera, nada le pareció extraño. El cartel de «Se vende» que lucía su balcón era lo único que lo inquietó un poco, no demasiado.




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