domingo, 4 de enero de 2015

EL ANCIANO FRANCÉS DE LA TERRAZA

Lleva ya bastantes años en Costa del Ángel, disfrutando de una suerte de exilio de placer tras un retiro y unos negocios algo más que suficientes. Suelo mirarlo cada mañana mientras entra ceremonioso en la terraza del bar turístico, y saluda en francés o en italiano al camarero suizo que atiende su mesa. Supongo que basta con estas cosas: Buongiorno o bonjour. Es educado pero procede con gestos prestados, con ademanes y voces ya en desuso, o fuera de circulación hace mucho tiempo. Yo lo observo y lo escucho, pero su presencia se me ha hecho tan común y cotidiana que muchas veces me cuesta verlo. No obstante, sé que está ahí, sentado solo en la mesa de la esquina, apoyando el mentón en la mano izquierda, calvo y barrigudo. Está ahí y, a la vez, ofrece la sensación de que nunca hubiese llegado, de que vino cuando ya era demasiado tarde y quedaron cosas excesivas en el camino. ¿Para qué un viejo repulsivo y sórdido como él en un lugar hecho para que desfile constantemente la juventud y la belleza? Durante años el francés estuvo allí, en la terraza del café, ante una copa de vino, aparentemente tan vivo como cualquiera de nosotros, tan ausente y perdido como sólo él podía estarlo.


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