martes, 27 de enero de 2015

MIENTRAS APAGABAN LAS LUCES

 
Siempre oí que esos anillos que pueden verse en el tronco de un árbol cuando lo cortas, nos dicen su edad; ahora círculos y más círculos asfixiantes me rodeaban y me ahogaban como si una serpiente me hubiese enrollado con su cola sin que pudiera defenderme ni moverme del sitio. Estaba jodido y lo sabía, como sabía que jamás me habían ayudado ni mi carácter ni mis debilidades a salir del agujero; en realidad, saberlo no me servía de mucho, sólo me ayudaba a sufrirlo todo con plena conciencia de que me estaba hundiendo en el lodo, lamentándome por los mismos errores de siempre. Había abandonado mis libros poco a poco, y ya casi no era capaz de concentrarme en nada, ni siquiera en las noticias del periódico que ojeaba con desgana y en ratos muertos, que eran casi todos invariablemente. En los diarios se repetían noticias de fraudes, desfalcos, cuentas en el extranjero, malversación de fondos públicos, inhabilitación de jueces, sueldos millonarios, puestos vitalicios, dorados retiros en el parlamento europeo para políticos longevos, cacerías, lujos, quiebras financieras, fichajes millonarios... y los suicidios o asesinatos pasionales que se daban cada cierto tiempo en el sur de la isla. Cuando el público sube al escenario o cuando la tragedia baja de él y sale a las calles para hacerse cotidiana, uno casi deja de sentir su impacto y de entender cuál es su lección; aunque te lleve por delante.
Mi vida, de pronto, y cuando menos lo esperaba, se había vuelto más abúlica y rutinaria que nunca. Una hastío fatal en el que aún me mantenía con fuerzas para reincidir en mi nuevo lugar favorito, comer alguna cosa y tomar las primeras copas de casi cada noche. Todavía era muy joven, pero a veces notaba como si hubiese envejecido de pronto y temía haber perdido todo resto de sensualidad ahogada en el vino blanco seco que tanto me gustaba, en una buena ginebra o en una botella de whisky escocés. Sin embargo, aún podía fingir cierta compostura mientras trataba sólo de mantenerme sediento y con vida. Miraba a la gente, figuras que desfilaban ante mí como sombras, heladas y sentadas ante sus mesas limpias, sobrias y decentes. La gente que quedaba en el pueblito o pasaba por él para cenar en sus restaurantes y pasear junto al mar, procuraba entretenerse y pasárselo bien, como es lógico. Se vestían lo mejor posible antes de salir de casa, e iban del baño a las mesas, como luciérnagas o polillas inagotables. Los escuchaba reír, los oía hablar con ganas, con alegría, todo tan deslizante y exagerado, estruendoso, que a veces me parecían una ficción obscena del alcohol, una alucinación vengativa contra la que trataba de defenderme con todas mis fuerzas.
Toda aquella farándula, aquellas figuraciones; toda aquella mojiganga velada que cada noche se representaba ante mí era la humanidad, una humanidad demasiado humana que me daba pánico en su displicencia saludable y bien insertada en la sociedad: personas comme il faut, funcionarios del conformismo, especialistas en lo adecuado y lo conveniente. Siempre atentos a todo, interesados y mirando todo, incluso las cosas que les daban asco; observando cada flaqueza posible, cada pequeña minucia en la manada, sobre todo cuando no parecían estar atentos. Un delirio contagioso de humo y sonrisas los envolvía, una fiesta controlada que el vacío y las tentaciones agujereaban constantemente para bailar juntos en su centro y corromperla, desustanciarla por más alto que tocaran los músicos, contaran anécdotas chismosas las mujeres o chillaran los niños corriendo entre las mesas. Imparables, no cesaban de moverse, de estirarse, de palmearse espaldas y lomos, o de quejarse maleducadamente a los camareros por un cubierto supuestamente sucio, una carne poco o muy hecha o un café que habían dejado enfriar.
Era un gran círculo vicioso, un imposible círculo del infierno que condensaba todos los pecados e incluso los exhibía con orgullo, como un nuevo coche o un traje bonito. Aquella era la gente bastante, las excrecencias o restos de una vieja burguesía finisecular y provinciana, muy conservadora y temerosa, que había ido menguando con los años, u ocultándose, enriqueciéndose en secreto con sueldos exagerados, dietas, dinero público, obras millonarias y fraudulentas, falsas herencias y falsas loterías, pelotazos con el paisaje y el suelo como diana, como víctima propiciatoria. Prevaricaciones, traficantes de drogas y de influencias, hijos de antiguos caciques y rancias familias. Toda esta gente hablaba siempre demasiado, aunque no tuviera nada qué decir, siempre llena de inflados y gordos intereses. Toda aquella gente como dueña de un status perpetuo que nunca iba a cambiar (o eso les gustaba creer). Las calles eran suyas y podían decir y presumir de casi todo, sacando pecho como si nunca se hubiesen equivocado o cometido una traición.
Yo los veía y los escuchaba, sobre todo en los fines de semana, porque era imposible no hacerlo si entraba en el bar y me sentaba en mi mesa, frente a ellos. Allí me mantenía en una especie de posición estratégica y viciosa a la que me habían ido acostumbrando la soledad y la falta de conversadores. Si alguna vez había pertenecido a los círculos donde se movían aquellas personas como larvas ciegas, o había sido amigo de algunas de ellas, ahora ya no era así y me resultaban exóticas y remotas como un animal recién descubierto en las selvas de Indonesia o de Java. Su fiesta no era la mía ni yo los había invitado a implicarse en mi atmósfera, lo que no quiere decir que no sintiéramos una suerte de curiosidad morbosa por lo que nos diferenciaba y, sin embargo, nos seguía identificando como seres humanos.
Todos aquellos rostros llenos y satisfechos jamás habían conocido ni probado el horror del mundo y sus demonios: el hambre, la sequía, la guerra o el exilio. Jamás se les había muerto un hijo entre los brazos, o habían asistido a su asesinato o su violación. No, eran avaros, codiciosos o crueles desde la comodidad y una ingenuidad pueblerina, de urbe pequeña, una suerte de inocencia anestesiada, un cloroformo insensibilizador que aún se respiraba y formaba la atmósfera algodonosa del decadente primer mundo. No parecían huérfanos, sus hijos jamás se habían quedado solos con ocho o nueve años en medio de un secarral agrietado, sin pantalones, vistiendo los restos de una camisa vieja, y buscando un grupo humano al que poder acogerse para sobrevivir y no volverse loco en mitad de una tormenta de arena.
Aquellas personas que veía ahora con tanta frecuencia no concebían ni soportarían la pobreza ni a los menesterosos; o sea, realidad, demasiada realidad. Sólo podían ser solidarios con sus gigantescas necesidades. Sus matrimonios, viciados por el aburrimiento y la infidelidad, eran escuetas sociedades de conveniencia en las que dos soledades juntas trataban de que el odio no las destruyese del todo. Pensaba que a mí tampoco podrían soportarme, deprimido y enfermo, borracho de desencanto y malentendidos. No, yo procuraba mantenerme bien al margen de esos grupos, como una isla pequeña no invitada a su ampulosa vida social. Prefería volver la mirada a las palmeras, a las salvajes palmeras y los flamboyanes donde dejaba colgados mis ojos, o sobre las mortales y olorosas matas de adelfas donde las luces y las sombras de la noche se enlazaban y se destejían cayendo sobre mis manos extendidas en la mesa, o sosteniendo un vaso en cuyo cristal se reflejaban malamente los rostros rebosantes de todos aquellos clientes que devoraban y eran devorados.
El verano había pasado pero aún hacía calor, un calor que parecía venir desde arriba, como un vapor, una niebla o una calima cuajada de pujantes estrellas. Ardía una oscuridad donde todo parecía ir deslabazándose, y las horas, minuciosamente, cruzaban llevándose a todas aquellas parejas y familias. Otra noche más me quedaba, aturdido y febril, en una terraza vacía, trémula, mientras las camareras limpiaban mesas, recogían sillas y todas las luces iban apagándose.






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