sábado, 31 de enero de 2015

TESTIGO INQUIETO DEL HORROR

Yo tuve la desgracia de ver todo lo ocurrido. No me perdí ningún detalle y tampoco pude girar el rostro o hacerme el desentendido ante la discusión y los forcejeos que tuvieron como resultado final la muerte horrible de aquella niña, María, de cabellos rubios y expresión dulce e inocente. La miré llegar, iba tras ella un muchacho mayor, lleno de piercings y tatuajes, con gorra y gafas de sol; pero el sol había empezado a descender sobre la ciudad y la sombra crecía copuda y densa bajo las ramas de los plátanos que han plantado aquí.
María estaba guapa, llena de vida, y parecía jugar a escaparse y dejarse coger por el chico que la seguía. El muchacho jugaba a que llegaba y se despedía, escondiéndose tras los árboles. Cuando ella menos lo esperaba, se acercaba sigilosamente para abrazarla por detrás y darle un beso a traición, o tirarle un poco del pelo. Ella estaba encantada, no me cabe duda, con estos juegos; aunque, claro, fingía ser sorprendida. La piel le brillaba y sus risitas se dejaban oír por todo el parque como el gorgoteo de una fuente desconocida.
Todo cambió de pronto cuando apareció detrás de un seto un hombre mayor, de unos cuarenta y tantos años, calvo y gordo que se acercaba lentamente a la niña y le pedía que estuviera tranquila mientras sostenía una navaja en su mano. Luego, ayudado por el muchacho de los tatuajes, se precipitó sobre ella y la amordazó para que no gritase, después le ató las manos con una cuerda que llevaba en el bolsillo. Pocos segundos más tarde, María estaba tendida boca arriba sobre la tierra húmeda del parque, con las piernas abiertas, mientras el cuarentón calvo y el muchacho de la gorra se turnaban para violarla y golpearla con saña, mientras le colocaban la navaja en el cuello y la escupían. La escena duró hasta una hora o más sin que nadie pasara por allí. Después, le cortaron el cuello en un gesto firme, rápido, limpio. Ni siquiera un grito, sólo la evidencia escandalosa de la sangre, y el rictus brutal del horror en los ojos cristalinos de la muchacha.
Quise ayudarla, acudir en su auxilio pese a que yo también podía haber corrido su suerte y ser degollado o apuñalado; pero me quedé quieto, mirando sin pasión como aquella criatura llena de vida y belleza era destrozada y humillada ante mis narices. La ambulancia y la policía vinieron después, siempre demasiado tarde. También llegaron unos padres con el corazón y los nervios rotos, que jamás se recuperarán de un golpe como éste. Se buscan testigos posibles de la violación y el asesinato. Seguro que me han visto, pero me ignoran por completo: no creen o no confían en mí. Yo colaboraría sin dudar con la investigación y podría identificar a esos malditos puercos desalmados. Sí, cantaría de lo lindo buscando justicia o venganza si mi lengua y mis ojos no fueran de piedra. No puedo mover un músculo, ni bajar mi pesada carne de este pedestal en que me han sepultado para siempre.









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