martes, 4 de noviembre de 2014

I CAN ONLY SAY THERE WE HAVE BEEN

Gordon Davies es inglés, pero su madre se llama Tika y es francesa, de Tours. Tika es una viejita grande y oronda, rugosa, morena y siempre risueña, que acaricia constantemente y mima a su gato, blanco como un armiño o la nieve que aquí no existe. Gordon es cincuentón, con gafas de pasta, parcialmente calvo, y regenta un pequeño bar en una zona deprimida y vagamente turística del sur de Tenerife. No tengo duda de que madre e hijo se adoran y se detestan intensamente. Antes, este bar que ahora abre y cierra Gordon, lo llevaban unos uruguayos alegres y festivos que casi desfilaban por la calle cuando su selección ganaba algún partido, y, como todo uruguayo de pro, detestaban que los confundieran con argentinos. Creo que este es el primer año de Gordon por aquí, y ya ha conseguido fidelizar a una clientela plural de franceses, italianos y alemanes de nostalgia nula y abundantes alcoholes.
Por las mañanas forman un cónclave de lagartos curiosos, expuestos al sol del sur como fieras saludables pese a los muchos vicios heredados o adquiridos en propiedad. Se lisonjean, discuten, beben cerveza o vino blanco y fuman siempre, como si echaran de menos la niebla del centro de Europa. Antes trabajaba en el bar un muchacho menudo y delgado, pálido como un folio, llamado Dino, que hablaba conmigo de fútbol y corregía mi italiano medieval. Luego Dino se fue y vino Jocelyn, y después una florentina que —cansada de ver el Arno— ya nada le parecía hermoso. Ahora Gordon, tras muchos camareros frustrados, se ha quedado solo con una italiana de mediana edad que se parece levemente a su madre, y con las flores indiferentes que rodean su negocio. Hace un tiempo que Gordon viste siempre de negro, como si le guardara fidelidad a una pena clandestina, a una tristeza secreta. Hace mucho que Tika no ha vuelto por el local con su gato.
Cuando ha pasado de largo el mediodía y cae la tarde, los habituales abandonan sus mesas y de noche llegan tipos extraños, que beben hasta caerse y codician cualquier otro lugar del mundo menos aquel donde puedan encontrarse. Ya he memorizado los vinos y los whiskies de Gordon, aunque muchas noches escoja ginebra para olvidarme un poco de lo que ocurre a mi alrededor, que es como despreciarme sin querer saberlo. Cuando cierra el bar y me marcho, suelo bañarme de madrugada en el mar o en la piscina, muy tarde, cuando la luna ya ha ardido, y las adolescentes vomitan hasta vaciarse al borde de una tumba con la tierra fresca.

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