sábado, 22 de noviembre de 2014

EL ENCARGO


Te he visto entrar e ir acercándote con gesto chulesco, con descaro, casi tratando de llamar la atención pese a lo delicado del asunto; pero supongo que has hecho esto en demasiadas ocasiones, tantas que la costumbre y los mecanismos del tedio le ganaron la partida a escrúpulos y remordimientos hace muchas noches. Me has visto sentado a la barra, solo, mareando una copa, con cara de perro apaleado. Te has sentado junto a mí y has sonreído con suficiencia. Creo que solo dijiste: «Buenas noches, Ray», antes de enseñarme el cuchillo y hacerme un penúltimo gesto amenazante.
Pareces un matón cualquiera, despreciable, pero yo aún soy peor porque me dejo dominar por la cobardía y el miedo. Son patéticas y despreciables mis lágrimas, mis excusas, mis peticiones de piedad, todas esas argucias por un poco más de vida. ¿Por qué ibas a escucharme, qué significa todo esto para ti? Tú solo has venido a hacer tu trabajo, algo limpio y rápido, sin testigos incómodos ni pruebas, sin preguntas. Ya te he prometido hasta lo que nunca tendré, pero es inútil y pareces tan indiferente como cuando entraste en el bar.
Luego el gesto es rápido y preciso: de abajo a arriba, hundes la navaja en el estómago y tiras fuerte, con decisión. Las manos y el agudo dolor no aciertan a contener las tripas. En realidad ha sido un crimen chapucero e indigno de ti. Nadie podría relacionarte con esto. Pensarán que ha sido cualquier matao. Es casi perfecto, ¿no crees? Bueno, pues ahora solo falta una última cosa, un pequeño esfuerzo imaginativo: supón que a ese cabrón, que bebe y se ríe despreocupado en el fondo del local, lo odias tanto como a mí. No te pido que te ensañes como lo harías conmigo, pero quiero ver el pánico en sus ojos: te he pagado para eso, para disfrutar ese momento. Sus vísceras y las mías quizá no sean distintas.


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