viernes, 28 de noviembre de 2014

HOMBRE


Como se trata de una autora inédita hasta ahora, me permitiré dar unos datos biográficos mínimos. Evelyn de Lezcano nació un 19 de septiembre del siglo pasado en Las Palmas de Gran Canaria y estudió en la universidad de esta ciudad. Antes de la reciente edición de su primer libro, Hombre (Huerga y Fierro editores, 2014), Evelyn había publicado poemas en revistas digitales como Terminal, Palabras Indiscretas, Resonancias literarias, Palabras diversas, Letras TRL, MONOLITO y Letralia. Además lleva el blog de poesía maevelyn19.blogspot.com. Ha sido incluida en la Antología Poetas Siglo XXI, de Fernando Sabido Sánchez; en la muestra visual de Poetas de Gran Canaria, preparada por Francisco Lezcano Lezcano; y en la Muestra de Poesía Canaria que realizó el traductor y poeta Mario Domínguez Parra para la revista mejicana Círculo de Poesía.
Como decía más arriba, Hombre (2014) es el primer libro de poemas publicado por la autora. Se trata de una serie numerada de textos sin título donde la voz poética, dueña de una admirable administración de recursos retóricos, invoca o evoca a un hombre genérico y total que parece incluirnos a todos. Sin embargo el libro, que está dedicado a y se abre con dos citas de Leopoldo María Panero, parece cantar, buscar y comprender al poeta madrileño, o al menos al concepto o la noción que éste tenía del hombre y de la condición humana, conceptos que siempre le obsesionaron y colocaba en entredicho pues el hombre, cada uno de nosotros, es siempre algo precario y fugaz, frágil y vano.
No son un adorno ni gratuitas las citas de Panero, pues ambas se complementan y parecen ofrecer el contexto conceptual, semántico y simbólico, donde se desarrolla Hombre. Así en los poemas escuchamos una voz pagana e irreverente, existencialista, dividida entre quién es y quién cree ser: tal vez en esa disyuntiva se halla la estatura real de un hombre que parece condenado a encontrarse con la incomprensión, la soledad, y el silencio indiferente con que nos vemos sin reconocernos: “Algunos hombres, / a los que nadie mira de frente, / atisban / los espacios que brotan entre dos espantos (...)”.
El hombre de hoy habita la normalización del desastre, de la ruina y, finalmente, de una nada que, tras el giro copernicano que significó la muerte de Dios (inaugurada por la Peste Negra duranta la Baja Edad Media y Descartes, y rematada por Nietzsche) y dos guerras mundiales, se convierte en el último nombre del lenguaje y en la conciencia de un hombre que se siente solo en el universo, sin esencia ulterior de sentido final: “(...) se están cayendo cuatro párpados, / dos seres enroscados a la nada”, nos dice la poeta desde el comienzo del libro pues lo que inauguramos hoy es un perpetuo atardecer, una decadencia, un ocaso sin fin punteado por dioses para media hora.
En este primer libro de Eve aparecen, discontinua y oportunamente, personajes o seres sin un referente real claro o incuestionable, como el “Señor en Blanco y Negro” que es nombrado en el segundo poema para sostener una tensión, a la vez, dialógica y silenciosa con la voz poética. Ese “Señor”, que tiene la mirada preñada por un gran peso de odio y de fracaso, ensaya un golpe que no acaba de infligir nunca y, de alguna manera, acusa al yo poético de una derrota, de la pérdida de algo desde su mutismo, un silencio desconsolado y doloroso. Ese “Señor” desmenuza, destroza y quiebra con sus ojos acusadores a la voz que nos habla en este libro y que, como el espejo roto donde se mira el hombre moderno, ya nace dividida y fragmentada por un mundo interpretado, parcelado, en el que distintos poderes se disputan un control castrador y absoluto sobre el ser humano y sus posibilidades.
En el IV poema de la serie, uno de los más bellos e intensos del conjunto, un hombre herido por la mentira, por los sofismas y la lanza de los fariseos, busca una huida cuando cae a golpes una tarde viciosa y plagada de sombras. Ese viaje a ninguna parte que emprende sólo está aliviado por la soledad, por la distancia que puede abrirse con respecto a los otros (infernales muchas veces si recordamos las famosas palabras de Sartre), pues ya ningún fin u ojetivo parece bastante deseable: “(...) Se ha hecho noche. / Págame un taxi. / Llegaré a ninguna parte / y así despistaré a los que me siguen”. “¡Qué alivio!.../ Eres un árbol y / no puedes seguirme”, diría remedando a Félix Francisco Casanova, un poeta muy querido por algunos amigos.
No faltan en este libro el compromiso cívico y la denuncia de las apariencias y los monederos falsos en una ciudad que puede ser cualquiera y que se muestra “limpia”; pero camufla sus alcantarillas y sumideros, como ocurre en el V texto del conjunto: “Limpia ciudad que excreta residuos / por miles de sumideros camuflados. / ¡Qué bien funcionan las alcantarillas de esta ciudad! (...)”. En esa ciudad, sólo reluciente hacia afuera pero quizá podrida en su interior, la identidad es algo de lo que han despojado al hombre porque le han arrebatado los medios materiales para su subsistencia, y es algo que éste trata de recuperar en mitad de una miseria que lo empuja a la búsqueda de un poco de comida entre los tachos de basura: “(...)Te llenará de esperanza ver / que en esta ciudad, hay gente / que con la misma paciencia / o con más paciencia / o con impaciencia / buscan, / en los contenedores de basura, / una identidad que llevarse a la boca (...)”.
Es la ciudad postindustrial y postutópica que nace fría y desconfiada entre las ruinas de la ciudad moderna, y donde el poeta, perdido el halo sacro del profeta bíblico, habla o perora sin ser escuchado, gritando sus propias palabras o balbuceando las líneas de dos de los textos que conformaban aún los cuatro “grandes relatos” o “metarrelatos” de la Modernidad (La Biblia y El Capital, de Karl Marx) y que quizá el filósofo francés Jean-François Lyotard se precipitó al dar por muertos, despreciando el direccionismo y la influencia sobre la historia y su marcha que aún hoy poseen. Es esta la ciudad donde el hombre es vigilado y castigado por la mirada ajena, una mirada inquisitiva y violenta, inclemente, que lo condena sin usar las palabras: “(...) Solo tienes que saber elegir, / con calma, eso sí, mucha calma / y cuidándote de la mirada del otro, / de que no reconozca tus facciones / en tanto no hayas decidido / cuál de ellas vas a mostrar. / Y si, además, te sientes motivado / y tu memoria dispuesta, / podrás recitar algún versículo de La Biblia, / La Torá completa / o El Capital. / No importa y no importa / que detrás de las cortinas / sólo te escuche / la sombra en fuga / de un roedor”.
Sentada ante el mar y soñando un viaje cosmopolita y romántico siempre aplazado, la poeta y su voz habitan “una marquesina lejos del cielo”; una marquesina metafísica que cae sobre el mar, como ocurre en alguno de los mejores poemas del primer Eugenio Padorno. Quizá ese cielo sólo pueda estar habitado por una deidad incognoscible o epistemológicamente muerta, y en mitad de un carnaval casanovesco o veneciano de “figuras monstruosas” y máscaras obscenas, donde nadie desea ser algo definitivo y cerrado, porque en la Modernidad Líquida o Segunda Modernidad, sobre las que tan provechosamente han reflexionado Zygmunt Bauman y Ulrich Beck, eso es un signo de conformidad, de estatismo y de pesadez impensable o condenatorio. La capacidad de adaptación, de cambio, de movimiento, de fluidez y de reinvención, definen y delimitan, en gran medida, la supervivencia material de este “Laocoonte bicéfalo”, pues el hombre que nos muestran los poemas de Eve está solo, debatiéndose en una nada cotidiana y normalizada de la que sólo lo consuelan la amante o el prójimo.







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