lunes, 17 de noviembre de 2014

LAS FOTOGRAFÍAS

Una lluvia invisible o metafísica horada, inadvertida, las fotos de los adolescentes, las orlas grises del instituto. En ellas suelen crecer, con humedad nueva, plantas y vegetaciones, árboles neblinosos que van ocultando una media de un rostro por año. Esos rostros son sustituidos, en la espesura, por diestros animales amenazantes. Todo ocurre insensiblemente. Los rostros adolescentes parecen contemplar un horizonte inmenso que luego se cerrará de pronto, como una puerta de oficina, y se hará oscuro como un túnel, pero sin luz al fondo. En estas fotos toda proximidad se siente como una caricia helada o un golpe imprevisto en el costado.
Las fotografías suelen ponerse borrosas, llenarse de una niebla incompasiva que convierte cualquier recuerdo en un tanteo en la oscuridad, una linterna sin pilas dentro de una galería. En los pasillos ocultos de las fotos, en sus patios escondidos, aún retumban las voces de los amigos del colegio: gritos como balas o flechas que se lanzaron hace mucho y no caen nunca, quizá solo una alucinación, un eco remoto, un remordimiento de sí mismos. Los adolescentes que posan junto a ti se han puesto hieráticos, y sobre sus párpados se agolpa hace mucho una nieve nostálgica, una sal melancólica que agrieta sus ojos y abisma sus rasgos en un pozo negro.
Ellos, no obstante, son tu país, una vieja comarca de olvidados prematuros. Tú desapareciste hace mucho, fuiste de los primeros. Un animal desconocido se ha puesto tu máscara y sonríe con tu boca, idéntico al que fuiste y tramposo jugando con lo que te has convertido. Hoy no te reconoce nadie. Ni siquiera estás seguro ya de haber estado allí, al lado de la chica que amabas entonces; pero ella tampoco sabe quien eres: no se lo dijiste nunca.


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