lunes, 17 de noviembre de 2014

LAS PALMAS, 2001; SEVILLA, 2007



El Ruso le dijo al Chino y a Grosén que movieran el culo y sacaran a la gente del bar de una puta vez. Mientras, vi a Mary entregando la recaudación de la noche al dueño. Después salimos El Ruso, ella y yo camino del furgón del primero. Creo que a aquellas horas ya no quedaba ningún garito abierto, pero los aparcamientos estaban a rebosar y los after empezaban su negocio, con las trans poniendo el culo en pompa apoyados en la barra y los coyotes pasando papelinas en el baño.

Los aparcamientos parecían la selva del Amazonas: cualquier tipo de fauna era posible. Depredadores y presas se esperaban o se deseaban, cada quien aguardando su momento en una invariable pausa alucinatoria. Desde las puertas abiertas de los coches, la música seguía rompiendo el aire limpio y crujiente de la mañana. Maleteros llenos de botellas, bolsas de hielo y vasos de plástico. El asfalto cubierto de cristales, jeringuillas, servilletas y condones. Alrededor de un viejo escarabajo rojo, unos guiris con pinta de gays seguían la fiesta. Llevaban plataformas y pantalones y camisas cubiertos de brillos y piedritas de bisutería. No paraban de bailar con los ojos cerrados y los brazos abiertos, como en una especie de delirio psicotrópico bajo el sol.

Pasamos junto a ellos, y El ruso escupió con asco un gargajo enorme y verde como una pastilla efervescente de rencor. No lejos de allí, sentados sobre un antiguo volvo azul con los cristales tintados, un grupo de greñudos vestidos de negro y metal miraba con desprecio la escena. Desde el interior de aquel viejo coche, una música rasposa e incompasiva te taladraba los tímpanos. Cada tribu se distinguía por la tromba de ruidos y aspidistras de óxido con la que se torturaba. Todo aquello era como un fogonazo de clavos ardientes clavándosete en el cerebro. En un rumiar incansable de quijadas trabajadas por la anfetamina, se les podía ver masticando el odio como si ese sentimiento fuera el desayuno: un bocadillo moral de hierro gris durísimo e imposible de tragar.

Los guiris con pintas gay seguían exhibiéndose, desprejuiciados y ajenos a los peligros que acechaban alrededor, como crías de pájaro que hubiesen caído con el nido entero al suelo desde su rama psicodélica. Los camellos seguían haciendo su agosto, y cada grupo se iba aprovisionando de nuevos víveres para fingir la oscuridad y la noche, como si el día hubiese sido solo un impás inoportuno y molesto. El cuerpo me temblaba por entero: los dedos, las manos, mientras seguía viendo a los demás pasándose cosas mortales a la espalda, en un comercio clandestino y fatal que no parecía tener fin. Podía deletrearse la ansiedad y la desesperación en aquellas ojeras, en aquellos labios agrietados, en los ojos casi en blanco.

En el asiento trasero de algunos coches, los aficionados a la ketamina dormían un sueño helado, un concierto deslizante y líquido con las pupilas dilatadísimas, rastreando una tierra profunda que se movía a una velocidad de vértigo. Por el camino, una muchacha con la cabeza parcialmente rapada, y los brazos llenos de tatuajes, vomitaba de rodillas. El Ruso le pateó la espalda y la chica cayó al suelo.

-A echar la pota a casita, a ver qué dice tu papá -dijo.

¿Los círculos del infierno? Ja, me reía yo de Dante entonces. Aquello sí que era el infierno, un infierno de espirales rapidísimas en una dieta de insomnio perpetuo. Todos eran como Tántalo o el burro y su zanahoria: mirando una recompensa que siempre se les escapaba de las manos en un último momento de desesperación. Cuando entramos en la asquerosa furgoneta hippie del Ruso, Mary nos pasó un frasco con popper. Aspiré con intennsidad y un tornado de fuerza ocho me abrasó el cerebro, como una aspiradora gigantesca que quisiera tragarse tu cabeza. Me sentí como un pantalón viejo, roto y acartonado al que se le da la vuelta de un tirón antes de meterlo en la lavadora. A los pocos segundos regresé.

Mary ya había sacado de su bolso de los horrores un papel de plata que contenía caballo. Preparó unas cuantas rayas y El Ruso ya había convertido el papel de una vieja multa en un cilindro perfecto; o quizá era un billete, no sé. Sabían lo que se traían entre manos, eso sí, y lo habían hecho un millón de veces, como monstruos o mascotas con alguna habilidad que exhibir hasta el agotamiento en un concurso de televisión. La llama del mechero bajo el papel de plata hizo que se desprendiera un humo ácido de la heroína que uno casi podía tragar con la nariz.

  • ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Mary.
  • Ahora sí que vamos de camino al infierno, guapita -dijo El Ruso.

Y eso fue todo, todo lo que recuerdo de aquel viaje en el que nunca supe quién condujo o cómo llegamos a casa de la rubia y guapa Mary. Cuando desperté habían pasado como seis años y no encontré nada reconocible alrededor.



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