martes, 30 de diciembre de 2014

PUSILÁNIMES

Hay instantes verdaderamente milagrosos en los que una mente adormilada toda su vida y llevada, por inercia, engrasada en el ritmo hueco y monótono del sistema, despierta, se afirma y se contempla a sí misma y lo que hay alrededor, como si Descartes se hubiera levantado del polvo honorable de los siglos para gritar en el oído del pusilánime, o como si Charles Chaplin, con su genial y torpe mano muerta, le hubiese golpeado por error en la espinilla con una llave inglesa.
Porque el pusilánime, efectivamente, suele obviar que aún tiene pulso y que la vida (además de París) también puede ser una fiesta. Pero el pusilánime suele moverse mecánicamente: es como uno de los trabajadores subterráneos de Metrópolis, y hasta que el alma no vuelve al cuerpo ni siquiera cae en la cuenta de que está en hora, por supuesto, con la más sórdida atonía, eternidad en triste vilo.
Él sólo es susceptible de obedecer a una música pautada, a un flautista que lo mira con desprecio indisimulable desde arriba, y lo va sacando ―por nada, poco a poco de la vida. El pusilánime está tan anulado desde siempre que, no guardando conciencia, ni siquiera sufrirá por este accidente sin importancia.








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