martes, 2 de diciembre de 2014

BÁLSAMO NEGRO

Por el balcón abierto, en la noche caliente
como un remordimiento, penetraban las risas
de los chicos que afuera
pronunciaban palabras
exageradas y grotescas,
como una máscara de carnaval
veneciano o una ley de Herodes.

No sé si confundía aquella música
con un antiguo sentimiento,
con una vieja imagen de mí mismo,
e imaginé que todos me esperaban
y se preguntaban por mí,
con murmullos soplados por la luna
para aliviar la herida
que siempre deja el nombre del ausente.

Dormir debe ser esto:
olvidar que estás solo, no poder
olvidar que aún conservas estos párpados
que no saben caer de pie,
y acariciar tu error
como si fuese un gato blanco y negro
que afilase sus uñas de acero en los sillones.

¿Quién podría dormir ahora,
cuando se está esperando un beso o un robo,
que el ladrón venga de una vez
o que una antigua amante
entre en tu cama sin abrir la puerta?

No siempre veo lo que me hace daño,
rara vez lo comprendo.
Mi vida ha consistido en sustituir
un mal por otro, un daño
por una herida semejante:
la nostalgia por su gemela,
el miedo por su cicatriz,
el rencor por el corte,
la angustia por su madre:
la sangre. Solo así consigo entender algo.

Comerciar con remordimientos,
trabajar el dolor,
fortalecer el miedo,
perdonarte, aprenderlos
sin corregirlos, hacer propios
su oscuridad y sus razones.
Hacer visible al fin la ciénaga,
¿Acaso no era esto la poesía?
Nombres, heridas, adjetivos
colocados, dispuestos, trabajados
en las orillas de lo soportable.




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