miércoles, 3 de diciembre de 2014

CONOCIMIENTO DE JUAN GOYTISOLO, SEPTIEMBRE DE 2011


Ya en el hotel, decidimos tomar un nuevo café en el bar. Pasadas las cuatro, Alejandro K. llegó sonriente y preguntándome: «Comment ça va?» «Ça va bien. Et toi?», le respondí. Acabamos los cafés y salimos del bar. Juan ya estaba esperando y Alek fue a buscar su furgoneta para recogernos, mientras yo no perdía de vista la figura delgada, enjuta y casi transparente de Goytisolo, quien iba acompañado siempre por un hombre grueso, moreno y de abundante bigote, Luzhán o Luzán (no conozco la ortografía exacta de este nombre). Lo cierto es que el contraste que ofrecía la pareja, al verlos juntos, era muy agudo y me hacía pensar en esos deliciosos Bouvard y Pécuchet que Goytitsolo citaba ayer por la tarde en su primera intervención en el SILA. Me gustó que Juan citara esta novela de Flaubert, una de mis favoritas; aunque la pareja también podía recordar a los ya míticos Abbott y Costello.
Alek regresó en pocos minutos con su furgoneta y nos presentó a Goytisolo, quien nos dio la mano con una sonrisa. Subimos al coche y, nada más hacerlo, comprobé la curiosidad de la que hablaba ayer mismo: el viejo y gran escritor no perdía detalle de nada, y le preguntaba a Alek sobre el nombre y el origen de algunas de las flores que se podían ver en la rambla (sólo rambla, y dejemos ya de nombrar al generalísimo). Alek le hablaba del jacarandá, el flamboyán y de muchos otros árboles y flores (algunos de ellos de origen sudamericano). Juan demostró un conocimiento y un interés amplio y detallado de la botánica, y nos dijo que en Marruecos existían plantas muy similares a aquellas que veíamos, o que tenían el mismo origen.
Salimos de la rambla y cogimos la autopista. Goytisolo nunca había estado en Tenerife, sino en Las Palmas hace unos años, e invitado a dar una conferencia en las jornadas dedicadas a Las mil y Una Noches, y en las que también participó el pintor José María Sicilia. Me atreví a hablarle de Góngora, de la frescura de su poesía, de la oralidad y de la sorpresa enorme y agradable que me llevé con La lozana andaluza (1528) cuando ya estábamos llegando a la altura del Campus de Guajara. Recuerdo que le hablé del divertidísimo Vida y hehos deEstebanillo González (1646), que yo descubrí hace unos años gracias a un ensayo recogido en El furgón de cola (1967). Juan se deshizo en elogios con La lozana y me contó que, siendo profesor en la Universidad de Nueva York, lo acusaron de enseñar «literatura pornográfica» por hablar en sus clases de La Celestina y de la novela de Francisco Delicado. Llegando ya a Guajara, Alek anunció: «Aquí, a la derecha, está la Facultad de Filología y la de Filosofía». Seguimos subiendo camino de La Esperanza: parece que la idea era llevar a Goytisolo hasta Las Cañadas para que viera el Teide, y luego a Garachico: para muchos de los que viven un tiempo aquí o pasan por la isla: «el pueblo más bonito del mundo».
Entrando en el monte, Juan quiso saber cuántos habitantes tenía la isla. Alek le respondió que estaba en torno a unos 600.000, aunque lo cierto es que la población de la Tenerife ya superaba entonces los 900.000: 906.854 concretamente, siendo la más poblada de España. No tardaría mucho la cosa en ponerse sobre el millón. Lo que sí es cierto es que, al menos, la mitad de la población vive en Santa Cruz o en La Laguna; el tercer municipio más poblado (según había leído hacía unos días en el periódico) es Arona. Nada más entrar en la llamada Corona Forestal, Goytisolo comentó que aquello era «como El Atlas», cuya extensión alcanza los 2400 kilómetros y su altura máxima es la del pico Toubkal, de 4167 metros. De vez en cuando, Juan le hablaba en árabe a su acompañante, y luego nos traducía sus palabras. Yo me sentía cada vez más relajado ante la presencia de Goytisolo; aunque creo que alguno de nosotros seguía algo nervioso. Alek era el único que había coincidido y hablado antes con él en Las Palmas y en Madrid, cuando había presentado su antología de Ángel Crespo, La realidad entera (2005).
Entrábamos en el monte y el escritor, el autor de Las virtudes del pájaro solitario (1988), no perdía detalle, como dije antes, de lo que veía a su alrededor. Hicimos una primera parada en un mirador desde el que se veía Santa Cruz y la cordillera de Anaga, al fondo, con la inconfundible silueta del auditorio y el crecimiento atropellado y en desorden de la ciudad en los últimos años, especialmente en su parte sur. En el rostro de Juan Goytisolo, a pesar de la severidad de sus rasgos, se podía leer una sincera y amable ternura, especialmente cuando sonreía. Y allí estábamos, junto a aquel hombre ya muy mayor y de apariencia tan frágil; pero lleno de lucidez y de finísima inteligencia.
Volvimos al coche y seguimos el pequeño viaje. Quizá no sabía que aquel iba a convertirse en un momento inolvidable y una oportunidad única, y quizá fuera mejor así. No quería olvidar nada, y escuchaba atentamente cada una de las palabras que Goytisolo decía. Durante la conversación parecía inevitable que algunos nombres salieran al paso, pues creo que estábamos ansiosos por saber lo que Juan opinaba sobre cualquier cosa; aunque esas cosas ya hubieran sido escritas en sus libros. Alek recordó la famosa excursión de Jacqueline Lamba y André Breton en 1935, cuando se hizo la «I Exposición Internacional del Surrealismo», y el resultado de aquella visita: el poema «Le château étoilé» y el libro El viaje a Tenerife (1935). Y luego, la más reciente de Haroldo de Campos, que dejó de ella textos tan hermosos como el poema «Grecia en Canarias», de su libro Crisantempo (1998). Juan dijo haber leído L´amour fou (1937) hace muchos años y luego habló maravillas del gran novelista brasileño João Guimarães Rosa y de su libro Grande sertão: Veredas (1956). Desgraciadamente, la mejor literatura escrita en Brasil creo que aún no se conoce muy bien ni se lee en España con la atención que se merece. Hablamos también de João Cabral de Melo y de Mario y Oswald de Andrade. Cada vez la cercanía era mayor y la charla más cercana.
Seguíamos subiendo hacia el Teide, y nos encontramos por el camino con la niebla, mientras Juan no dejaba de comentar que aquel paisaje era muy parecido al de la Cordillera del Atlas. Alek recordó el incendio que hubo hace algunos años, y que el pino canario es capaz de resistir el fuego sin morir, protegido por una corteza que se ennegrece y se quema; pero que luego llega a recuperarse y protege el interior del árbol. Juan pidió parar de nuevo, ya que las curvas de la carretera estaban haciendo mella en su espalda, y Alek le dijo que había un nuevo parador o mirador a unos metros, y desde el que se podía apreciar el costado sur de la isla.
Llegamos a él, pero el mar de nubes cubría la vista de Güímar y de Candelaria; aunque en el horizonte sí que se podía distinguir la isla de Gran Canaria. Le comenté a Juan que Cernuda sigue siendo el poeta del 27 menos estudiado y presente en los planes de estudio y temarios dedicados a la Literatura Española Moderna en la Universidad de La Laguna, al menos, cuando yo todavía estudiaba en ella. Me contó que en Estados Unidos enseñaba un profesor cuyo único argumento contra el poeta sevillano, pero que usaba una y otra vez, es que era «muy antipático». Juan no recordaba (o no quería recordar) el nombre de dicho profesor, aunque yo supuse quién podría ser. Al contar esta anécdota, Goytisolo sonrió suavemente, con lo que parecía cierta ironía melancólica.
Continuamos el camino hasta el que quizá sea el mirador más bello de Las Cañadas, el de Chipude. Fue inevitable recordar mis excursiones con el instituto a aquel lugar, en los atardeceres de hace ya quince años: me acordé de Y. C., de la que estaba secretamente enamorado entonces; y me acordé de la siempre melancólica Patricia, la amiga triste con infinitos problemas familiares. Lo cierto es que hacía mucho tiempo que no iba a Chipude, y esta nueva visita me emocionó porque implicaba para mí el sentimiento paradójico de admitir los cambios y las pérdidas y, a la vez, reconocer la fidelidad de la memoria a un espacio físico y sentimental que resistía, que se conjuraba como una hermosa fe cabezota en cierta forma de permanencia.
Bajamos del coche y fuimos a mirar el Teide y el mar de nubes con un Juan Goytisolo maravillado ante el espectáculo. Mientras estábamos allí, el escritor hablaba en árabe dialectal de Marruecos con su acompañante, y luego me contaba a mí una historia de Julio Caro Baroja en la que un hombre encerrado estudia la anatomía de las aves y su vuelo, todo con la intención de fabricarse unas alas que soportaran su peso, y con ellas escapar de su cárcel. «Julio Caro Baroja es mucho mejor que su tío Pío», me dijo Juan con una media sonrisa. En Chipude, que ofrece las mejores vistas hasta ahora, es donde estamos más tiempo. Alek, de vuelta al coche, le pide a Goytisolo que le firme un ejemplar de En los reinos de Taifa (1986), libro que él había robado hacía ya más de veinte años del instituto Poeta Viana, donde Alejandro R. admite, con reservas, haber estudiado. «Muy bien», contesta Juan mientras escribe lentamente en una de las primeras páginas de uno de los tomos de sus memorias.
Aunque el plan para la excursión era seguir subiendo hasta el Teide, recoger a Victor en La Orotava y visitar Garachico, Juan dice estar cansado y decidimos bajar ya a Santa Cruz. Recuerdo haberle comentado a Goytisolo que ahora estaba leyendo una novela bellísima, El libro negro, de Orhan Pamuk (publicada por Alfaguara en 2001 y reeditada en 2006, esta última era la mía). Me dijo que ésa era la mejor novela de Pamuk, y elogió la escritura y los libros del joven Premio Nobel turco (joven para ser Nobel, quiero decir, ya que este premio se suele conceder ya casi post mortem o muy in senectute, si exceptuamos el caso atípico de Pamuk, el de Camus, y algún otro).
De regreso a Santa cruz, no sé exactamente cómo; pero el tema de Cuba y su cine y literatura se convirtieron en el centro de la conversación. A mí me interesaba mucho porque deseaba escuchar de viva voz lo que Goytisolo luego dijo sobre algunos de mis escritores favoritos: José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Guillermo Cabrera Infante, Eliseo Diego, Virgilio Piñera o Reinaldo Arenas. Creo que el primero sobre el que dijo algo fue Virgilio y los problemas que éste tuvo, una vez triunfó la Revolución, con el Régimen Castrista. Juan dijo haber sido el primer escritor español que fue a Cuba tras el éxito de Castro y la fuga de Batista. Luego habló de Lezama cuando le comenté que el gobierno cubano no lo dejaba salir de la isla. Fue inevitable recordar el conocido «Caso Padilla» o a Reinaldo Arenas, a quien Goytisolo llegó a conocer en Nueva York, y del que guardaba muy buenos recuerdos.
Recordé que yo había empezado a interesarme por la obra de Arenas a partir de Antes que anochezca (2000), la película necesaria pero mejorable de Julian Schnabel protagonizada por Javier Bardem. Tras verla empecé a leer Celestino antes del alba (1967), y luego todo lo demás. Alek recordó la ya clásica y popular Fresa y chocolate (1994), película que había visto en sus años de estudiante en La Laguna y cómo, pese a su afición a Lezama compartida con otros amigos y compañeros de clase, una profesora se había negado a hablar y a leer en su asignatura la obra del «etrusco de La Habana vieja». Bueno, supongo que no debe ser nada fácil enseñar literatura cuando no se siente verdadera pasión por las palabras, y más aún en los casos de Lezama Lima o Luis Cernuda, que no hacen concesiones éticas ni estéticas con el sencillo maestro de departamento universitario que se acomoda a repetir cada año los temas del anterior sin cuestionarlos ni discutirlos.
Llegamos frente al aeropuerto de Los Rodeos, y Alek le preguntó a Juan si quería tomar café en La Laguna; pero éste le dijo que prefería bajar ya a Santa Cruz. Recuerdo que Alek le comentó a Goytisolo que ahora dirigía un festival de cine documental (Miradas.doc, en Guía de Isora) y, a colación con el tema de Cuba y el director exiliado Rolando Díaz (profesor y jurado en el festival), Juan le recomendó proyectar PM (1961). Yo tenía bastante fresca PM porque la había visto hacía pocas semanas, y luego vi el programa dedicado a Guillermo Cabrera Infante en A fondo (1976-1981). Le comenté a Goytisolo mi afición por La Habana para un infante difunto (1979), por Tres tristes tigres (1964) o por las pocas novelas de Carlos Fuentes que había leído hasta entonces. Juan dijo que no sabía cómo Fuentes «podía soportar tanto homenaje», y lo cierto es que así era; aunque Carlos Fuentes parece tener una paciencia y una vitalidad inagotables a pesar de su edad.
Ya entrando en Santa Cruz hablamos de Italia y de los recortes presupuestarios hechos hace tiempo por el gobierno de Berlusconi en cultura, mientras se caían a pedazos las ruinas de Pompeya. Me acordé de aquella memorable frase de su ministro de economía Giulio Tremonti: «Haceros un bocadillo con la Divina Comedia», frase dicha a los que se manifestaban y se ponían en huelga en Milán como protesta contra los recortes exagerados e injustos. A mí me parecía fatal e imposible (hoy ya no me parece lo segundo) para el presidente de un gobierno la combinación de recortes presupuestarios con el despilfarro (¡de millones de euros!) en sus fiestas privadas bien aderezadas de prostitutas de lujo, algunas de ellas menores de edad. Pero lo cierto es que, a las duras y a las maduras (con mociones de censura salvadas in extremis), Berlusconi seguía ahí, en la poltrona, como uno de esos insaciables «vientres sentados» de los que hablaba Luis Cernuda. Juan comentó que, si como se preveía, ganaba el PP las próximas Elecciones Generales, temía una muy probable «Berlusconización de España». Creo que si eso ocurriese, difícilmente nos podría ya pasar algo peor: se especulaba entonces hasta con la desaparición del Ministerio de Cultura.
De vuelta en el hotel, fuimos a la cafetería para tomar algo. Alek y Alejandro piden café, Sergio una tónica, Juan un té con limón y yo, otra tónica. La tarde está cayendo sobre Santa Cruz mientras seguimos hablando con Juan sobre la mediocridad desesperante de las novelas de Javier Marías: yo no pude pasar del primer párrafo de la última, Los enamoramientos (2011), que me regaló Sole por mi cumpleaños y que no pude más que cambiar por otros libros más apetecibles: La casa muerta (2009) y Áyax (2008), de Yannis Ritsos, uno de mis poetas preferidos de cualquier época y de cualquier idioma. Hablamos también de cómo escribe cada uno o de esa tarea mnemotécnica de Goytisolo que consiste en aprender diez palabras nuevas cada día. Mientras me lo cuenta sonríe ligeramente, como con una ternura cariñosa que echa por tierra, de nuevo, toda la dureza y severidad aparente de sus rasgos. Finalmente todos tenemos que irnos y el encuentro con el autor de Juan sin tierra (1975) termina.
Goytisolo insiste en invitarnos cuando nosotros íbamos a pagar. Ante la puerta del hotel, le damos un abrazo y un último apretón de manos a Juan. A mí no deja de parecerme, con cierta nostalgia y tristeza prematuras que éste había sido, fue y será mi primer y último encuentro con él.






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