viernes, 26 de diciembre de 2014

PARA ENCONTRAR EL SOL DE MEDIANOCHE


Aquellas noches de verano claras, el aburrimiento fastidioso sentido durante tantos días que se hacían casi insoportables. Tu cama estaba revuelta y la luna se confundía en las sábanas con las luces de la calle. Después de otra tarde silenciosa y solitaria, dedicada a pasear o a vagar sin rumbo, te preparabas para dormir. En el jardín no había lirios, pero sí espliego, o eso te parecía, y linarias tenaces junto al recuerdo de jazmines que habían ardido a finales de junio. Era un perfume suave el aire y cantaban los grillos. En un vaso con agua, alguien había puesto algunas flores que suspendían aquella vieja habitación de hotel, envuelta en el turbio olor de sus pétalos. Tras leer un poco, apagabas la luz de la pequeña lámpara en la mesilla de noche, e intentabas dormir después de desnudar tu cuerpo en lo oscuro y sintiéndolo ágil y tibio.
Era entonces cuando rompían la atmósfera, desde el oeste, los instrumentos y las voces de una fiesta, incitadora y dolorosa porque estaba lejos, y parecía hablarte de belleza y alegría, de recuerdos inflamables, adolescencia pura. Como una antorcha que ilumina la cueva excavada en la falda de un monte desolado, como la hoguera que dicen que brilla sobre el agua del olvido, como estrellas que arden en el vacío sobre el mundo... por el laberinto escondido de la sangre, algo secreto fingía estar declarándose, buscando una forma de morir o de vivir completamente. Vida cargada de devoraciones, en aquella música había una llamada, latía un reclamo fuerte, como el del agua para el sediento o la dosis para el adicto.
Allí, dentro de aquellas voces, no se había puesto el último sol y seguía brillando sin anular la oscuridad de la noche. Pensaste que también fuiste, que ya habías estado, que allí habías aprendido a adueñarte de tu propio placer, y seguirías yendo con una avidez o una angustia heridas por la presencia, por lo que es hermoso y se derrama generosamente con una gracia sin precauciones. Bastaría con caer, con vencerse y acudir a la llamada. Pediste a los dioses del azar, del espacio y del tiempo, que otra madrugada como aquella te llevasen a su baile, que su cuerpo llegara otra vez hasta tus brazos, y ella y tú girasen enlazados en una canción sin fin. Aún su tacto, a pesar de los años, se queda contigo y te hiere. Espalda y pecho, manos y cabellos... en aquellas noches, las canciones de aquel verano parecían idénticas, y todo estaba más nítido para los sentidos mientras pudiera agarrarse el instante hasta deshacerlo.
Del lado donde se pone el sol regresaban aquellas canciones; allí donde infierno y paraíso celebraron sus bodas una vez, y aún duraba su resaca en la afección, en la intimidad y en la memoria. Si entonces, hace años, hubieras tenido el paseo de las palmeras, atrevimiento, altas constelaciones, ebriedad, valor... y una playa desnuda e imprecisa que sigue buscándose en los cuerpos cuando ya se ha encontrado. Lo sabes: Era sólo emoción e intimidad lo que sentías, deseo alimentado por reminiscencias, por sueños y vigilias revueltos sobre una cama de hotel donde se confundían luz y calamidad, placer imaginado y tinieblas.
Otra noche es la noche, la de ahora, la de hoy o ayer mismo. Por el campo arrasado, en otro verano, en agosto, caminas por calles viejas junto a una amiga que también conoce la música de la carne y te invita al vértigo, a enfrentar el recuerdo de él con su presente. Porque siempre es nueva la noche cuando vas de camino, oscuro, hacia su interior, bajo un resplandor fugaz y colores, iridiscencias para tus ojos crédulos. Hoy miras el lugar evocado, lo deseado apareciendo de pronto bajo farolas de escueta luz.
Esta noche es como cada noche que fue o pudo haber sido; pero tiene como una claridad distinta, meridional, clara y tenebrosa a la vez. Hay como un bronce estival en la cara de la luna que repica en los cuerpos, redobla como un eco silencioso, afilado como un puñal que brilla sólo un instante bajo las estrellas antes de hundirse. Hay en ti una apetencia de placer y plenitud muy superior a tus fuerzas, mayor que tu imaginación o que tu propia vida; un vil delirio inagotable que, al encuentro del sol de medianoche, lo hace arder —intangible— más allá de la frustración o el fracaso; más, mucho más allá de cualquier derrota o distancia que esta tierra te tenga preparada (24 de agosto de 2003).




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