TESTIGO
INQUIETO DEL HORROR
Yo
tuve la desgracia de ver todo lo ocurrido. No me perdí ningún
detalle y tampoco pude girar el rostro o hacerme el desentendido ante
la discusión y los forcejeos que tuvieron como resultado final la
muerte horrible de aquella niña, María, de cabellos rubios y
expresión dulce e inocente. La miré llegar, iba tras ella un
muchacho mayor, lleno de piercings y tatuajes, con gorra y gafas de
sol; pero el sol había empezado a descender sobre la ciudad y la
sombra crecía copuda y densa bajo las ramas de los plátanos que han
plantado aquí.
María
estaba guapa, llena de vida, y parecía jugar a escaparse y dejarse
coger por el chico que la seguía. El muchacho jugaba a que llegaba y
se despedía, escondiéndose tras los árboles. Cuando ella menos lo
esperaba, se acercaba sigilosamente para abrazarla por detrás y
darle un beso a traición, o tirarle un poco del pelo. Ella estaba
encantada, no me cabe duda, con estos juegos; aunque, claro, fingía
ser sorprendida. La piel le brillaba y sus risitas se dejaban oír
por todo el parque como el gorgoteo de una fuente desconocida.
Todo
cambió de pronto cuando apareció detrás de un seto un hombre
mayor, de unos cuarenta y tantos años, calvo y gordo que se acercaba
lentamente a la niña y le pedía que estuviera tranquila mientras
sostenía una navaja en su mano. Luego, ayudado por el muchacho de
los tatuajes, se precipitó sobre ella y la amordazó para que no
gritase, después le ató las manos con una cuerda que llevaba en el
bolsillo. Pocos segundos más tarde, María estaba tendida boca
arriba sobre la tierra húmeda del parque, con las piernas abiertas,
mientras el cuarentón calvo y el muchacho de la gorra se turnaban
para violarla y golpearla con saña, mientras le colocaban la navaja
en el cuello y la escupían. La escena duró hasta una hora o más
sin que nadie pasara por allí. Después, le cortaron el cuello en un
gesto firme, rápido, limpio. Ni siquiera un grito, sólo la
evidencia escandalosa de la sangre, y el rictus brutal del horror en
los ojos cristalinos de la muchacha.
Quise
ayudarla, acudir en su auxilio pese a que yo también podía haber
corrido su suerte y ser degollado o apuñalado; pero me quedé
quieto, mirando sin pasión como aquella criatura llena de vida y
belleza era destrozada y humillada ante mis narices. La ambulancia y
la policía vinieron después, siempre demasiado tarde. También
llegaron unos padres con el corazón y los nervios rotos, que jamás
se recuperarán de un golpe como éste. Se buscan testigos posibles
de la violación y el asesinato. Seguro que me han visto, pero me
ignoran por completo: no creen o no confían en mí. Yo colaboraría
sin dudar con la investigación y podría identificar a esos malditos
puercos desalmados. Sí, cantaría de lo lindo buscando justicia o
venganza si mi lengua y mis ojos no fueran de piedra. No puedo mover
un músculo, ni bajar mi pesada carne de este pedestal en que me han
sepultado para siempre.
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