EL
ANCIANO FRANCÉS DE LA TERRAZA
Lleva
ya bastantes años en Costa del Ángel, disfrutando de una suerte de
exilio de placer tras un retiro y unos negocios algo más que
suficientes. Suelo mirarlo cada mañana mientras entra ceremonioso en
la terraza del bar turístico, y saluda en francés o en italiano al
camarero suizo que atiende su mesa. Supongo que basta con estas
cosas: Buongiorno
o bonjour.
Es educado pero procede con gestos prestados, con ademanes y voces ya
en desuso, o fuera de circulación hace mucho tiempo. Yo lo observo y
lo escucho, pero su presencia se me ha hecho tan común y cotidiana
que muchas veces me cuesta verlo. No obstante, sé que está ahí,
sentado solo en la mesa de la esquina, apoyando el mentón en la mano
izquierda, calvo y barrigudo. Está ahí y, a la vez, ofrece la
sensación de que nunca hubiese llegado, de que vino cuando ya era
demasiado tarde y quedaron cosas excesivas en el camino. ¿Para qué
un viejo repulsivo y sórdido como él en un lugar hecho para que
desfile constantemente la juventud y la belleza? Durante años el
francés estuvo allí, en la terraza del café, ante una copa de
vino, aparentemente tan vivo como cualquiera de nosotros, tan ausente
y perdido como sólo él podía estarlo.
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