EL
SANTO
Cada
día es el mismo para él y no atiende a horarios. Se sienta entre
las plantas secas y polvorientas del malpaís y mira algo; contempla
el indeterminado movimiento de alguna cosa en el desierto. No parece
hacerle falta más: un libro, un amigo o un perro que acompañe sus
océanos de tiempo. Entregado a una inconcreta tarea, como la
purgación mística del estilita, bisbisea entre dientes y mira, cara
a cara, a la intemperie. No creo que nadie sepa más que él de los
arenales, de los malpaíses y las plantas sedientas. Intuyo que
también me observa a mí, que me conoce y me piensa con precaución
y con ternura cuando acaricia, cuidadoso, el lomo hirsuto e invisible
del viento o del vacío, que aúlla de madrugada como un lobo
hambriento.
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