CARACAS,
VENTA DE AIRE
La
crisis diplomática entre Venezuela y Panamá hizo que, cuando llegué
al país de Andrés Bello y Ramos Sucre para ver a un anciano tío de
mi padre, emigrado a Caracas desde finales de los años cuarenta, y
fui al mercado, no pudiera encontrar nada de lo que necesitaba.
Maduro se había cabreado, y cuando quise comprar azúcar, aceite,
papel higiénico, pollo y pasta de dientes, me di cuenta, tras buscar
por todos partes, que tendría que endulzarme por mí mismo, freír
chuchangas, limpiarme el culo con hojas o piedras, y evitar sonreír
mientras ahorraba para el dentista. En los almacenes tampoco podía
encontrarse pollo ni café.
En
un último esfuerzo, logré que me vendieran unas botellas de leche
por el triple de su valor antes de la crisis. «No
hay otra cosa»,
me dijo la dependienta. No me quedó más remedio que llevarme la
leche. Con ella he conseguido guisar ingeniosamente mis arepas de
harina de tierra con humus y lombrices, y formar una pasta mezclando
la leche con ciertas resinas pegajosas para cumplir con la limpieza
de los dientes. El culo no he tenido más remedio que seguir
limpiándomelo con hojas. La leche no resultó muy eficaz para lavar,
así que comencé a vestirme poco y a escandalizar a los vecinos,
quienes apenas sí salían a la calle. Cuando salían, iban envueltos
en camisas y pantalones malolientes y de aspecto deplorable.
Tenía
que adaptarme: quería ahorrarme disgustos, bastantes problemas tenía
ya. Aguanté bebiendo leche un par de semanas, luego salí desnudo y
de noche, con el hacha de mi tío en la mano, a cazar gente para
llenar la despensa. El gobierno no ofrecía otra solución.
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