NOCHE
EN UN HOTEL RURAL
Había
encontrado el hotel de casualidad, camino de Zaragoza, y cogió una
habitación para pasar la noche. Pocas horas después de subir hasta
su planta, y atravesar un pasillo que se apagaba a su paso, se había
duchado, había cenado algo ligero y estaba en la cama, agotado; pero
no podía dormir: lloraba como un niño agarrado a la almohada y se
había cubierto la cabeza con las sábanas, envuelto por la
oscuridad, esperando que el rostro que estaba a sus pies
desapareciera y que las voces que susurraban, dejaran de oírse.
Nunca se había sentido tan vulnerable e impotente. Reuniendo todo el
valor que le quedaba, salió de debajo de las sábanas y miró el
cuarto en el que estaba alojado: feo, anticuado, con muebles viejos,
del siglo pasado, y paredes forradas con un papel infantil que ya no
se vendía. Aquel sitio era la viva imagen de la decadencia y del
abandono en que estaba el resto del pueblo. La humedad y el frío se
dejaban sentir hasta los huesos, cuando vio horrorizado a las sombras
que se acercaban a la ventana para tirarse, y oyó un llanto muy
profundo y triste, casi insoportable, que parecía venir de la
habitación de al lado; pero aquel era un establecimiento pequeño,
olvidado, donde ya no paraba casi nadie, y él era el único cliente.
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