CONOCIMIENTO
DE JUAN GOYTISOLO, SEPTIEMBRE DE 2011
Ya
en el hotel, decidimos tomar un nuevo café en el bar. Pasadas las
cuatro, Alejandro K. llegó sonriente y preguntándome: «Comment ça
va?» «Ça va bien. Et toi?», le respondí. Acabamos los cafés y
salimos del bar. Juan ya estaba esperando y Alek fue a buscar su
furgoneta para recogernos, mientras yo no perdía de vista la figura
delgada, enjuta y casi transparente de Goytisolo, quien iba
acompañado siempre por un hombre grueso, moreno y de abundante
bigote, Luzhán o Luzán (no conozco la ortografía exacta de este
nombre). Lo cierto es que el contraste que ofrecía la pareja, al
verlos juntos, era muy agudo y me hacía pensar en esos deliciosos
Bouvard y Pécuchet que Goytitsolo citaba ayer por la tarde en
su primera intervención en el SILA. Me gustó que Juan citara esta
novela de Flaubert, una de mis favoritas; aunque la pareja también
podía recordar a los ya míticos Abbott y Costello.
Alek regresó en
pocos minutos con su furgoneta y nos presentó a Goytisolo, quien nos
dio la mano con una sonrisa. Subimos al coche y, nada más hacerlo,
comprobé la curiosidad de la que hablaba ayer mismo: el viejo y gran
escritor no perdía detalle de nada, y le preguntaba a Alek sobre el
nombre y el origen de algunas de las flores que se podían ver en la
rambla (sólo rambla, y dejemos ya de nombrar al generalísimo). Alek
le hablaba del jacarandá, el flamboyán y de muchos otros árboles y
flores (algunos de ellos de origen sudamericano). Juan demostró un
conocimiento y un interés amplio y detallado de la botánica, y nos
dijo que en Marruecos existían plantas muy similares a aquellas que
veíamos, o que tenían el mismo origen.
Salimos de la rambla
y cogimos la autopista. Goytisolo nunca había estado en Tenerife,
sino en Las Palmas hace unos años, e invitado a dar una conferencia
en las jornadas dedicadas a Las mil y Una Noches, y en
las que también participó el pintor José María Sicilia. Me atreví
a hablarle de Góngora, de la frescura de su poesía, de la oralidad
y de la sorpresa enorme y agradable que me llevé con La lozana
andaluza (1528) cuando ya estábamos llegando a la altura del
Campus de Guajara. Recuerdo que le hablé del divertidísimo Vida
y hehos deEstebanillo González (1646), que yo descubrí hace
unos años gracias a un ensayo recogido en El furgón de cola
(1967). Juan se deshizo en elogios con La lozana y me contó
que, siendo profesor en la Universidad de Nueva York, lo acusaron de
enseñar «literatura pornográfica» por hablar en sus clases de La
Celestina y de la novela de Francisco Delicado. Llegando ya a
Guajara, Alek anunció: «Aquí, a la derecha, está la Facultad de
Filología y la de Filosofía». Seguimos subiendo camino de La
Esperanza: parece que la idea era llevar a Goytisolo hasta Las
Cañadas para que viera el Teide, y luego a Garachico: para muchos de
los que viven un tiempo aquí o pasan por la isla: «el pueblo más
bonito del mundo».
Entrando en el
monte, Juan quiso saber cuántos habitantes tenía la isla. Alek le
respondió que estaba en torno a unos 600.000, aunque lo cierto es
que la población de la Tenerife ya superaba entonces los 900.000:
906.854 concretamente, siendo la más poblada de España. No tardaría
mucho la cosa en ponerse sobre el millón. Lo que sí es cierto es
que, al menos, la mitad de la población vive en Santa Cruz o en La
Laguna; el tercer municipio más poblado (según había leído hacía
unos días en el periódico) es Arona. Nada más entrar en la llamada
Corona Forestal, Goytisolo comentó que aquello era «como El Atlas»,
cuya extensión alcanza los 2400 kilómetros y su altura máxima es
la del pico Toubkal, de 4167 metros. De vez en cuando, Juan le
hablaba en árabe a su acompañante, y luego nos traducía sus
palabras. Yo me sentía cada vez más relajado ante la presencia de
Goytisolo; aunque creo que alguno de nosotros seguía algo nervioso.
Alek era el único que había coincidido y hablado antes con él en
Las Palmas y en Madrid, cuando había presentado su antología de
Ángel Crespo, La realidad entera (2005).
Entrábamos en el
monte y el escritor, el autor de Las virtudes del pájaro
solitario (1988), no perdía detalle, como dije antes, de lo que
veía a su alrededor. Hicimos una primera parada en un mirador desde
el que se veía Santa Cruz y la cordillera de Anaga, al fondo, con la
inconfundible silueta del auditorio y el crecimiento atropellado y en
desorden de la ciudad en los últimos años, especialmente en su
parte sur. En el rostro de Juan Goytisolo, a pesar de la severidad de
sus rasgos, se podía leer una sincera y amable ternura,
especialmente cuando sonreía. Y allí estábamos, junto a aquel
hombre ya muy mayor y de apariencia tan frágil; pero lleno de
lucidez y de finísima inteligencia.
Volvimos al coche y
seguimos el pequeño viaje. Quizá no sabía que aquel iba a
convertirse en un momento inolvidable y una oportunidad única, y
quizá fuera mejor así. No quería olvidar nada, y escuchaba
atentamente cada una de las palabras que Goytisolo decía. Durante la
conversación parecía inevitable que algunos nombres salieran al
paso, pues creo que estábamos ansiosos por saber lo que Juan opinaba
sobre cualquier cosa; aunque esas cosas ya hubieran sido escritas en
sus libros. Alek recordó la famosa excursión de Jacqueline Lamba y
André Breton en 1935, cuando se hizo la «I Exposición
Internacional del Surrealismo», y el resultado de aquella visita: el
poema «Le château étoilé» y el libro El viaje a Tenerife
(1935). Y luego, la más reciente de Haroldo de Campos, que dejó de
ella textos tan hermosos como el poema «Grecia en Canarias», de su
libro Crisantempo (1998). Juan dijo haber leído L´amour
fou (1937) hace muchos años y luego habló maravillas del gran
novelista brasileño João Guimarães Rosa y de su libro Grande
sertão: Veredas (1956). Desgraciadamente, la mejor literatura
escrita en Brasil creo que aún no se conoce muy bien ni se lee en
España con la atención que se merece. Hablamos también de João
Cabral de Melo y de Mario y Oswald de Andrade. Cada vez la cercanía
era mayor y la charla más cercana.
Seguíamos subiendo
hacia el Teide, y nos encontramos por el camino con la niebla,
mientras Juan no dejaba de comentar que aquel paisaje era muy
parecido al de la Cordillera del Atlas. Alek recordó el incendio que
hubo hace algunos años, y que el pino canario es capaz de resistir
el fuego sin morir, protegido por una corteza que se ennegrece y se
quema; pero que luego llega a recuperarse y protege el interior del
árbol. Juan pidió parar de nuevo, ya que las curvas de la carretera
estaban haciendo mella en su espalda, y Alek le dijo que había un
nuevo parador o mirador a unos metros, y desde el que se podía
apreciar el costado sur de la isla.
Llegamos a él, pero
el mar de nubes cubría la vista de Güímar y de Candelaria; aunque
en el horizonte sí que se podía distinguir la isla de Gran Canaria.
Le comenté a Juan que Cernuda sigue siendo el poeta del 27 menos
estudiado y presente en los planes de estudio y temarios dedicados a
la Literatura Española Moderna en la Universidad de La Laguna, al
menos, cuando yo todavía estudiaba en ella. Me contó que en Estados
Unidos enseñaba un profesor cuyo único argumento contra el poeta
sevillano, pero que usaba una y otra vez, es que era «muy
antipático». Juan no recordaba (o no quería recordar) el nombre de
dicho profesor, aunque yo supuse quién podría ser. Al contar esta
anécdota, Goytisolo sonrió suavemente, con lo que parecía cierta
ironía melancólica.
Continuamos el
camino hasta el que quizá sea el mirador más bello de Las Cañadas,
el de Chipude. Fue inevitable recordar mis excursiones con el
instituto a aquel lugar, en los atardeceres de hace ya quince años:
me acordé de Y. C., de la que estaba secretamente enamorado
entonces; y me acordé de la siempre melancólica Patricia, la amiga
triste con infinitos problemas familiares. Lo cierto es que hacía
mucho tiempo que no iba a Chipude, y esta nueva visita me emocionó
porque implicaba para mí el sentimiento paradójico de admitir los
cambios y las pérdidas y, a la vez, reconocer la fidelidad de la
memoria a un espacio físico y sentimental que resistía, que se
conjuraba como una hermosa fe cabezota en cierta forma de
permanencia.
Bajamos del coche y
fuimos a mirar el Teide y el mar de nubes con un Juan Goytisolo
maravillado ante el espectáculo. Mientras estábamos allí, el
escritor hablaba en árabe dialectal de Marruecos con su acompañante,
y luego me contaba a mí una historia de Julio Caro Baroja en la que
un hombre encerrado estudia la anatomía de las aves y su vuelo, todo
con la intención de fabricarse unas alas que soportaran su peso, y
con ellas escapar de su cárcel. «Julio Caro Baroja es mucho mejor
que su tío Pío», me dijo Juan con una media sonrisa. En Chipude,
que ofrece las mejores vistas hasta ahora, es donde estamos más
tiempo. Alek, de vuelta al coche, le pide a Goytisolo que le firme un
ejemplar de En los reinos de Taifa (1986), libro que él había
robado hacía ya más de veinte años del instituto Poeta Viana,
donde Alejandro R. admite, con reservas, haber estudiado. «Muy
bien», contesta Juan mientras escribe lentamente en una de las
primeras páginas de uno de los tomos de sus memorias.
Aunque el plan para
la excursión era seguir subiendo hasta el Teide, recoger a Victor en
La Orotava y visitar Garachico, Juan dice estar cansado y decidimos
bajar ya a Santa Cruz. Recuerdo haberle comentado a Goytisolo que
ahora estaba leyendo una novela bellísima, El libro negro, de
Orhan Pamuk (publicada por Alfaguara en 2001 y reeditada en 2006,
esta última era la mía). Me dijo que ésa era la mejor novela de
Pamuk, y elogió la escritura y los libros del joven Premio Nobel
turco (joven para ser Nobel, quiero decir, ya que este premio se
suele conceder ya casi post mortem o muy in senectute,
si exceptuamos el caso atípico de Pamuk, el de Camus, y algún
otro).
De regreso a Santa
cruz, no sé exactamente cómo; pero el tema de Cuba y su cine y
literatura se convirtieron en el centro de la conversación. A mí me
interesaba mucho porque deseaba escuchar de viva voz lo que Goytisolo
luego dijo sobre algunos de mis escritores favoritos: José Lezama
Lima, Alejo Carpentier, Guillermo Cabrera Infante, Eliseo Diego,
Virgilio Piñera o Reinaldo Arenas. Creo que el primero sobre el que
dijo algo fue Virgilio y los problemas que éste tuvo, una vez
triunfó la Revolución, con el Régimen Castrista. Juan dijo haber
sido el primer escritor español que fue a Cuba tras el éxito de
Castro y la fuga de Batista. Luego habló de Lezama cuando le comenté
que el gobierno cubano no lo dejaba salir de la isla. Fue inevitable
recordar el conocido «Caso Padilla» o a Reinaldo Arenas, a quien
Goytisolo llegó a conocer en Nueva York, y del que guardaba muy
buenos recuerdos.
Recordé que yo
había empezado a interesarme por la obra de Arenas a partir de Antes
que anochezca (2000), la película necesaria pero mejorable de
Julian Schnabel protagonizada por Javier Bardem. Tras verla empecé a
leer Celestino antes del alba (1967), y luego todo lo demás.
Alek recordó la ya clásica y popular Fresa y chocolate
(1994), película que había visto en sus años de estudiante en La
Laguna y cómo, pese a su afición a Lezama compartida con otros
amigos y compañeros de clase, una profesora se había negado a
hablar y a leer en su asignatura la obra del «etrusco de La Habana
vieja». Bueno, supongo que no debe ser nada fácil enseñar
literatura cuando no se siente verdadera pasión por las palabras, y
más aún en los casos de Lezama Lima o Luis Cernuda, que no hacen
concesiones éticas ni estéticas con el sencillo maestro de
departamento universitario que se acomoda a repetir cada año los
temas del anterior sin cuestionarlos ni discutirlos.
Llegamos frente al
aeropuerto de Los Rodeos, y Alek le preguntó a Juan si quería tomar
café en La Laguna; pero éste le dijo que prefería bajar ya a Santa
Cruz. Recuerdo que Alek le comentó a Goytisolo que ahora dirigía un
festival de cine documental (Miradas.doc, en Guía de Isora) y, a
colación con el tema de Cuba y el director exiliado Rolando Díaz
(profesor y jurado en el festival), Juan le recomendó proyectar PM
(1961). Yo tenía bastante fresca PM porque la había visto
hacía pocas semanas, y luego vi el programa dedicado a Guillermo
Cabrera Infante en A fondo (1976-1981). Le comenté a
Goytisolo mi afición por La Habana para un infante difunto
(1979), por Tres tristes tigres (1964) o por las pocas
novelas de Carlos Fuentes que había leído hasta entonces. Juan dijo
que no sabía cómo Fuentes «podía soportar tanto homenaje», y lo
cierto es que así era; aunque Carlos Fuentes parece tener una
paciencia y una vitalidad inagotables a pesar de su edad.
Ya entrando en Santa
Cruz hablamos de Italia y de los recortes presupuestarios hechos hace
tiempo por el gobierno de Berlusconi en cultura, mientras se caían a
pedazos las ruinas de Pompeya. Me acordé de aquella memorable frase
de su ministro de economía Giulio Tremonti: «Haceros un bocadillo
con la Divina Comedia», frase dicha a los que se manifestaban
y se ponían en huelga en Milán como protesta contra los recortes
exagerados e injustos. A mí me parecía fatal e imposible (hoy ya no
me parece lo segundo) para el presidente de un gobierno la
combinación de recortes presupuestarios con el despilfarro (¡de
millones de euros!) en sus fiestas privadas bien aderezadas de
prostitutas de lujo, algunas de ellas menores de edad. Pero lo cierto
es que, a las duras y a las maduras (con mociones de censura salvadas
in extremis), Berlusconi seguía ahí, en la poltrona, como
uno de esos insaciables «vientres sentados» de los que hablaba Luis
Cernuda. Juan comentó que, si como se preveía, ganaba el PP las
próximas Elecciones Generales, temía una muy probable
«Berlusconización de España». Creo que si eso ocurriese,
difícilmente nos podría ya pasar algo peor: se especulaba entonces
hasta con la desaparición del Ministerio de Cultura.
De
vuelta en el hotel, fuimos a la cafetería para tomar algo. Alek y
Alejandro piden café, Sergio una tónica, Juan un té con limón y
yo, otra tónica. La tarde está cayendo sobre Santa Cruz mientras
seguimos hablando con Juan sobre la mediocridad desesperante de las
novelas de Javier Marías: yo no pude pasar del primer párrafo de la
última, Los enamoramientos (2011), que me regaló Sole por mi
cumpleaños y que no pude más que cambiar por otros libros más
apetecibles: La casa muerta (2009) y Áyax (2008), de
Yannis Ritsos, uno de mis poetas preferidos de cualquier época y de
cualquier idioma. Hablamos también de cómo escribe cada uno o de
esa tarea mnemotécnica de Goytisolo que consiste en aprender diez
palabras nuevas cada día. Mientras me lo cuenta sonríe ligeramente,
como con una ternura cariñosa que echa por tierra, de nuevo, toda la
dureza y severidad aparente de sus rasgos. Finalmente todos tenemos
que irnos y el encuentro con el autor de Juan sin tierra
(1975) termina.
Goytisolo insiste en
invitarnos cuando nosotros íbamos a pagar. Ante la puerta del hotel,
le damos un abrazo y un último apretón de manos a Juan. A mí no
deja de parecerme, con cierta nostalgia y tristeza prematuras que
éste había sido, fue y será mi primer y último encuentro con él.
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