PARA
ENCONTRAR EL SOL DE MEDIANOCHE
Aquellas
noches de verano claras, el aburrimiento fastidioso sentido durante
tantos días que se hacían casi insoportables. Tu cama estaba
revuelta y la luna se confundía en las sábanas con las luces de la
calle. Después de otra tarde silenciosa y solitaria, dedicada a
pasear o a vagar sin rumbo, te preparabas para dormir. En el jardín
no había lirios, pero sí espliego, o eso te parecía, y linarias
tenaces junto al recuerdo de jazmines que habían ardido a finales de
junio. Era un perfume suave el aire y cantaban los grillos. En un
vaso con agua, alguien había puesto algunas flores que suspendían
aquella vieja habitación de hotel, envuelta en el turbio olor de sus
pétalos. Tras leer un poco, apagabas la luz de la pequeña lámpara
en la mesilla de noche, e intentabas dormir después de desnudar tu
cuerpo en lo oscuro y sintiéndolo ágil y tibio.
Era
entonces cuando rompían la atmósfera, desde el oeste, los
instrumentos y las voces de una fiesta, incitadora y dolorosa porque
estaba lejos, y parecía hablarte de belleza y alegría, de recuerdos
inflamables, adolescencia pura. Como una antorcha que ilumina la
cueva excavada en la falda de un monte desolado, como la hoguera que
dicen que brilla sobre el agua del olvido, como estrellas que arden
en el vacío sobre el mundo... por el laberinto escondido de la
sangre, algo secreto fingía estar declarándose, buscando una forma
de morir o de vivir completamente. Vida cargada de devoraciones, en
aquella música había una llamada, latía un reclamo fuerte, como el
del agua para el sediento o la dosis para el adicto.
Allí,
dentro de aquellas voces, no se había puesto el último sol y seguía
brillando sin anular la oscuridad de la noche. Pensaste que también
fuiste, que ya habías estado, que allí habías aprendido a
adueñarte de tu propio placer, y seguirías yendo con una avidez o
una angustia heridas por la presencia, por lo que es hermoso y se
derrama generosamente con una gracia sin precauciones. Bastaría con
caer, con vencerse y acudir a la llamada. Pediste a los dioses del
azar, del espacio y del tiempo, que otra madrugada como aquella te
llevasen a su baile, que su cuerpo llegara otra vez hasta tus brazos,
y ella y tú girasen enlazados en una canción sin fin. Aún su
tacto, a pesar de los años, se queda contigo y te hiere. Espalda y
pecho, manos y cabellos... en aquellas noches, las canciones de aquel
verano parecían idénticas, y todo estaba más nítido para los
sentidos mientras pudiera agarrarse el instante hasta deshacerlo.
Del
lado donde se pone el sol regresaban aquellas canciones; allí donde
infierno y paraíso celebraron sus bodas una vez, y aún duraba su
resaca en la afección, en la intimidad y en la memoria. Si entonces,
hace años, hubieras tenido el paseo de las palmeras, atrevimiento,
altas constelaciones, ebriedad, valor... y una playa desnuda e
imprecisa que sigue buscándose en los cuerpos cuando ya se ha
encontrado. Lo sabes: Era sólo emoción e intimidad lo que sentías,
deseo alimentado por reminiscencias, por sueños y vigilias revueltos
sobre una cama de hotel donde se confundían luz y calamidad, placer
imaginado y tinieblas.
Otra
noche es la noche, la de ahora, la de hoy o ayer mismo. Por el campo
arrasado, en otro verano, en agosto, caminas por calles viejas junto
a una amiga que también conoce la música de la carne y te invita al
vértigo, a enfrentar el recuerdo de él con su presente. Porque
siempre es nueva la noche cuando vas de camino, oscuro, hacia su
interior, bajo un resplandor fugaz y colores, iridiscencias para tus
ojos crédulos. Hoy miras el lugar evocado, lo deseado apareciendo de
pronto bajo farolas de escueta luz.
Esta
noche es como cada noche que fue o pudo haber sido; pero tiene como
una claridad distinta, meridional, clara y tenebrosa a la vez. Hay
como un bronce estival en la cara de la luna que repica en los
cuerpos, redobla como un eco silencioso, afilado como un puñal que
brilla sólo un instante bajo las estrellas antes de hundirse. Hay en
ti una apetencia de placer y plenitud muy superior a tus fuerzas,
mayor que tu imaginación o que tu propia vida; un vil delirio
inagotable que, al encuentro del sol de medianoche, lo hace arder
—intangible— más allá de la frustración o el fracaso; más,
mucho más allá de cualquier derrota o distancia que esta tierra te
tenga preparada (24 de agosto de 2003).
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