JUEVES,
12 DE JUNIO DE 2003. —La
hermosa tarde de verano gira entre esquinas azules. Ruedan las hojas
hacia poniente. Cae la sombra como un pétalo que ni murmullo tiene
entre la hierba. Suena una extraña música. Deriva imperceptible el
sol, las nubes, las alas y los cuerpos, hechos a la vez de luz y
oscuridad, de claridad y tiniebla. Una tristeza mágica susurra con
la complicidad de tu boca. La verdad de los árboles y del agua. No
pasa nada, la brisa de una juventud llena de encanto, palabras,
risas... sensuales, poderosas.
Flores
de lirio caídas en los patios de las casas. Los muros ya no lucen su
jazmín real. Ya no queda nadie en esta playa que parece ir
apartándose de ti: sólo equívoca quietud sin cuerpos desnudos.
Quizá comienzan ahora los días más hermosos. En la Calle Flores y
sol, al pasar en el coche con David, me fijo en las buganvillas de
una casa que parece abandonada, y sobre la que pasan nubes, palomas y
sombras constantemente.
Sobre
la arena tibia del ocaso, la vida parece ir abandonándose, dejándose
ir sobre un reino que se pierde en estas últimas noches de una
primavera casi estival. Las estrellas y la luna se asoman a la vez
que comienza a oírse una música casi silenciosa. Brilla Mahler en
la penumbra del cuarto. El aire se hace cada vez más frágil.
Plenitud y esplendor, esta es la eternidad más breve. Morador de
entresueños, en la memoria aún percute el fulgor de los rostros
recién vistos. Todo mientras bebes de la sombra de un labio,
emocionado, torpe y solo, cada cosa que has puesto en esta música y
es tan sólo tu vida.
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