SIMPLES
COINCIDENCIAS
Es
invierno en esta maldita ciudad y, a partir de las cinco y media,
cuando cae la tarde, siempre hace frío y sopla un aire que cala
hasta los huesos. Como no tengo nada importante que hacer mañana y
llevo muchos días encerrado, he salido a dar una vuelta sin planes
de por medio, y dejándome llevar por la situación y las tentaciones
y caprichos del momento. La intensidad del frío, que se recrudecía,
casi me obligó a entrar en un bar que acababan de reabrir y habían
reformado hacía sólo un par de semanas. Es un local espacioso, y no
tengo problemas para encontrar una mesa libre y discreta al fondo, en
la esquina más apartada. Me atiende una camarera muy joven, delgada
y atractiva, que el dueño ha contratado con experimentado ojo
clínico en pos de los mayores beneficios. Sonrío a su sonrisa y le
pido una tónica.
Nada
más sentarme, me alivia saber que no tengo a nadie a quien llamar,
nadie que deba ser avisado por mí si me retraso quince minutos o
varias horas en llegar a casa. No es sencillo acostumbrarse a
convivir con una libertad como la mía, pero me gusta y me he pasado
años cultivando las obligaciones y responsabilidades mínimas. Me
doy cuenta que, salvo la casi adolescente camarera, rubia y de piel
blanquísima, vestida con un top provocador y un ajustado vaquero, no
hay más clientes en el bar, cada vez más lóbrego y frío.
Llevo
varios minutos dándole pequeños sorbos a mi bebida cuando me fijo
por fin en la vieja televisión colgada sobre una de las ventanas
opacas. Parpadea, se ve mal, a ratos, y permanece absurdamente
encendida como si alguien, hace mucho tiempo, se hubiese olvidado de
apagarla. Cansado de la indiferencia de la camarera y sin periódicos,
me quedo mirando la tele, donde aparecen dos niños en un parque: uno
empuja a otro que está subido a un columpio. El niño del columpio
no está bien sujeto y cae, dándose un fuerte golpe en la espalda.
Inmediatamente empieza a llorar. El pequeño accidente me recuerda
una tarde remota de la infancia con mi amigo Alexis y en un parque
que hace mucho que no existe.
La
imagen cambia de forma repentina como si alguien hiciera zapping.
En la pantalla ahora se ven a un padre y a un hijo que discuten
acaloradamente y que me recuerda a una escena de La
gata sobre el tejado de zinc,
y
a un enfrentamiento que tuve con mi viejo cuando le dije que no iba a
seguir sus pasos y a matricularme en Medicina. Dirijo mi mirada a la
camarera que sólo se observa las uñas aburrida, o manosea las hojas
de una revista.
Las
imágenes en el viejo televisor se siguen sucediendo de forma
aparentemente aleatoria. Veo a un muchacho muy parecido a mí
acudiendo a su primer baile, su primera cita, su fiesta de
graduación, su primer despido. Así hasta que las imágenes muestran
una ciudad en invierno, cerca de las seis de la tarde, donde hace
mucho frío y sopla un aire que cala hasta los huesos. Un personaje
ocioso recorre las calles y, para protegerse del frío, se mete en un
viejo bar recién rehabilitado, se sienta a una mesa del fondo, y
pide una tónica.
Decido
dejar de mirar la televisión para protegerme de lo que parece una
especie de circuito de imágenes reveladoras que me aluden
constantemente. No obstante, no tardo muchos segundos en volver a
mirar la pantalla. La escena que ahora veo me muestra a un tipo con
problemas familiares y con las drogas, insociable, solitario y hasta
violento. El personaje, como en aquella película de Billy Wilder,
Días
sin huella,
acaba en una ruina sin vuelta atrás después de un penoso camino a
la perdición. No puedo evitar sentir cierta compasión por él, y me
veo más afectado de lo que podía esperar. Ya no quiero ver cómo
termina la historia. Acabo la tónica de un trago y, resuelto, le
pido a la aburrida camarera algo más fuerte: un Johnny Walker
etiqueta negra, solo, con un hielo, en vaso ancho.
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