ALASKA
Después
de que mi amigo Gustavo regresara de su viaje a Barrow, Alaska,
fantaseé alguna vez con aquel ambiente y aquel clima extremos:
jornadas agotadoras e inquietantemente familiares, un perenne día
nocturno que envolvía de blanco un suelo helado, sin relieve y
despojado del más elemental bullicio. En el escenario que recreaba
mentalmente se superponían parpadeantes bosques de coníferas, osos
que rondaban día y noche las casetas de baño, y neblinosas
mansiones sobrevoladas por pájaros gigantescos. A estos elementos
cabría añadir un helor inhumano, y barcos fantasmales poblados de
muertos que vagaban sin rumbo aparente entre los icebergs.
En
el corazón de mis pensamientos, sin embargo, solía alzarse una
pequeña casa de madera habitada por el fuego de las palabras
familiares y el sexo ansioso que se practica en la esquina más
inhóspita del mundo. La desnudez en estas condiciones se parece a la
herejía o se asemeja a la apuesta más arriesgada. Fuera de la casa,
solía imaginar a un barbado amigo de la pareja bebiendo té y
soñando con las playas ardientes del Caribe o las terrazas del
Mediterráneo. La hoguera que improvisaba era un minúsculo consuelo
para el solitario que extiende sus manos ante las llamas.
No
hay mucho que hacer, las ofertas de ocio no son numerosas. Como en la
cárcel, en la Alaska que recreaba mi mente el tiempo solía
coagularse o detenerse, como si no tuviera sentido ni destino al que encararse. El hombre que permanecía fuera de la casa rememoraba
antiguas sensualidades. Su oído se había entrenado para escuchar
hasta las pequeñas variaciones de luz, o el temblor susurrante de la
más mínima cosa en el bosque blanco. Había preparado su corazón
para la fatiga y la supervivencia.
Más
allá de la escena, aguardaba el lobo negro primordial, el Buck
salvaje, expectante ante cualquier descuido para alimentarse. Un río
próximo pasaba arrastrando las estrellas de las noches árticas. El
hombre llevaba semanas preguntándose si seguía en el mundo, si
aquel pueblo también formaba parte de él, o si había muerto y
esperaba en el limbo a un juez o a un dios desconocido. No intuía
que era sólo el pensamiento borroso de otro hombre.
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