NO
TARDES MUCHO
«Rápido,
no tengo todo el día»,
dijo uno de los violadores. No tuve más remedio que transigir. Fui a
la sala donde mi esposa veía la tele y pasé un rato con ella,
charlando y contando anécdotas divertidas inventadas por mí en ese
momento. Luego fui a ver a mi hija de trece años, y le pregunté
cómo le iban los exámenes y si necesitaba que la llevase mañana a
sus clases de ballet. Me dijo que no, pero que «gracias,
papá»,
con un gesto donde se mezclaban hasta confundirse la extrañeza y la
ternura. Acabados estos preámbulos, inventé una excusa relativa al
trabajo para salir de casa. Los violadores seguían fuera, entre los
setos del jardín, y me ofrecieron un trago del mal whisky que
bebían. Me tomé con ellos un par de copas. Terminado el segundo
trago, me obligaron a alejarme caminando calle abajo, sin coger el
coche. Cuando alcancé el cruce de la esquina, ya no se oía ninguna
queja, ni siquiera un pequeño lamento.
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