jueves, 30 de octubre de 2014

¿UNA ÚLTIMA VEZ?

Con la boca llena de niebla y abandono, apenas sí conseguí decirle unas pocas palabras cuando me encontré con ella al atardecer en aquel bar. No, no nos dijimos muchas cosas, y parecíamos ancianos que se están despidiendo de todo mientras contemplan, con las sobras de un apetito gastado por la vida, la lujuria escandalosa de la lluvia tras el cristal. Ella me parecía hermosa, hasta demasiado hermosa, con su cabello rubio, sus perplejos ojos verdes, su boquita francesa bien perfilada, y su piel blanca decorada con pecas y breves lunares colocados con precisión de cirujano. A pesar de mi agotamiento vital, yo la deseaba, la seguía deseando con las propinas dejadas por una pasión irritante y obscena.
La casa de uno de los dos quedaba cerca, y en ella sus piernas se abrieron para cerrarse luego con rapidez en torno a mi cintura. Me sentí como una mosca dentro de la boca de una planta carnívora, pero con la súbita certeza de que jamás hubiese sido susceptible de imaginar una muerte más dulce. Nuestros cuerpos se cerraron el uno sobre el otro como una herida que empieza a cicatrizar, con el conocimiento del dolor; pero en armonía con sus huellas y sus manchas humanas. La música de la carne volvió a sonar entre nosotros, y fue como si se quejara en el alféizar de la ventana un pájaro rarísimo, como la sirena de un barco que entra en el puerto después de muchos días.
Fuimos luego capaces de perdonarnos las despedidas y hasta las derrotas. Tampoco entonces hizo falta hablar demasiado: nunca fuimos de muchas palabras, y al entregarlas lo hacíamos como quien se prepara para entrar en un castillo abandonado. Nos entendíamos silenciosamente, y bastaba escuchar la suavidad de su respiración cuando se quedó dormida para saber que era lo poco que me gustaba de mí mismo, y que quizá por eso aún valía la pena seguir aquí, implicado en el reino de este mundo.



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