martes, 28 de octubre de 2014

CALLE LUIS ÁLVAREZ CRUZ

Estoy esta mañana en la terraza de mi bar preferido en este pueblo de nombre absurdo. Hace casi dos años que vivo aquí, alejado y salvado de casi todo: en medio de un malpaís protegido y a orillas del mar, en el sur del sur de Europa y del hemisferio norte; en el extrarradio de la ultraperiferia. He venido para vivir con la mujer que quiero: la mejor escritora joven que conozco en nuestro idioma, y probablemente la que más escribe.
Antes de sentarme en la terraza, he dejado mi bolsa llena de papeles y páginas de diario sobre una silla, y he pasado por la oficina de correos del pueblo para enviar uno de mis artículos a la capital: allí me leen con atenta indiferencia y alguna suspicacia. En la oficina, un día como hoy, cuando las facturas ya se han pagado o están por venir, no había nadie; pero sí una muchacha jovencísima y morena demasiado hermosa para aquel lugar al que nunca llegan cartas de amor; aunque todas, al fin, sean ridículas.
Cuando salí, regresé a mi silla en la terraza y comencé a revolver el café que le había pedido a la camarera rubia y de ojos claros que atendía las mesas. Ya no veo al viejito argentino al que creí dueño del local, tampoco veo a la chica italiana que lo regenta ahora y que parece salida de una película del Neorrealismo: para mí es como la Cardinale o la Loren de aquí. Siempre mira las cosas con esos ojos enormes e intensamente negros que lo revuelven todo hasta convertirlo en un caos.
Por mortal falta de originalidad, y por una costumbre que se sintió bien conmigo y ya no me abandonó, cogí el periódico del interior de la cafetería: era El País. Pasé las páginas de política sin apenas mirarlas hasta llegar a las de cultura, donde encontré una bonita columna de Vila Matas donde hablaba de Montevideo, de la sobrina de Felisberto Hernández y de los cuentos de éste, de la sobrina de Gombrowicz, de la de Onetti, y del Hotel Cervantes, donde Cortázar escribió «La puerta condenada». Mientras leía, imaginaba la ciudad y sonó una música que solo escuchaba yo.
En la mesa de al lado, un joven flaco, y con la cabeza llena de tirabuzones, comenzó a hablar con una señora muy mayor que esperaba su almuerzo. Ella le preguntó que de dónde era, él le dijo que era de Rosario. «Ah, yo soy de Buenos Aires» dijo la mujer «de Palermo, del barrio viejo de Palermo...» Me pareció entonces que Borges estuviese por llegar en cualquier momento. «¿Hace mucho que no va?», preguntó el muchacho; «sí, mucho...», respondió la otra con la tristeza con que se escucha el «Sur» de Homero Manzi cuando empieza a caer la tarde y se encienden las farolas. «Yo fui en 2010», siguió el otro...
Mientras escuchaba la conversación, la lluvia se presentó de repente y comenzó a mojar poquito a poco las páginas del periódico, como si Vila Matas hubiese olvidado ponerle las tildes a su artículo sobre el sur del sur de dónde ocurría esta escena. Seguí pensando en Montevideo y en los dos argentinos que tenía al lado, y también yo me sentía a gusto y fuera de sitio. Ella terminó su zumo de limón y yo el café y la lectura. Me levanté a pagar y nos fuimos a tientas, mirando un poco hacia atrás, como sospechando una negligencia o un olvido. Como le gustaba hacer a Felisberto Hernández en sus cuentos, el final de la historia es esta pausa, cuando aún vivía y Montevideo o Buenos Aires estaban mucho más lejos.



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