domingo, 5 de octubre de 2014

LA DESAPARICIÓN DEL FUTURO





Los mejores años de muchos de nuestros abuelos, los abuelos de los aún jóvenes de mi generación, fueron secuestrados por la Guerra Civil y el triunfo y la imposición del Franquismo; pero nuestros padres tuvieron futuro o, como poco, tuvieron la ilusión del futuro: cuando eran extremadamente jóvenes, lo tenían ante sí, esplendoroso y abierto como una consecuencia inevitable de un trabajo constante, duro, eficiente, con o sin estudios. Entiendo que estamos en los años setenta del siglo pasado, en los últimos momentos de la dictadura, cuando la economía, y la fuente de riqueza que comenzaba a ser el turismo, despuntaba con fuerza en Canarias. El futuro era un tiempo potencial pero alcanzable, fruto decantado y perfecto que caería por su propio peso y en el que se depositaban todas las esperanzas. El régimen, castrador, ilegítimo e intolerante en los años cuarenta y cincuenta, se convirtió en sus dos últimas décadas en un mohoso y antiguo proceso de descomposición que era apenas un cadáver en pie, un zombie que malamente ejemplificaba lo que en Europa había significado el triunfo de los fascismos.
En la ilusión de mejorar las condiciones de vida, el presente estaba sujeto a la obtención de un fin: el pasado, los orígenes humildes, podían ser superados porque aquellos, los setenta, eran unos años que permitían concebir esperanza y preparaban la democracia. Se cerrarrían entonces cuatro largas décadas de Nacionalcatolicismo, propaganda franquista, consignas prorégimen, manipulación mediática, grisura, retraso, cerramiento al exterior e incomunicación con América y Europa... España, naturalmente, no se pone a la altura del tiempo histórico que vivía en noviembre de 1975 y justo después de la muerte del dictador: ya desde los años sesenta el país trataba de estar en el presente, de habitar el hoy, de irse adueñando poco a poco de él. La modernidad redefine el tiempo hasta casi convertirlo en una creación suya. La época moderna acelera la historia como nunca, y la empuja hacia delante arrastrada por las revoluciones populares, la economía burguesa y el despegue industrial. El tiempo vuelve a correr en España tras el cierre de la dictadura franquista que, como todo poder y como nos enseñó Fukuyama, había congelado la historia cuanto pudo para adueñarse de ella y, sobre todo, para que nada cambiara. Por fin, parecía haber llegado un período nuevo, distinto, lleno de proyectos y de fluidez hacia un estado laico, europeo y democrático.
Mis padres fueron adolescentes en los setenta y jóvenes en los ochenta, cuando ocurrió mi infancia. Ellos tuvieron entonces confianza, fe, un dominio de su presente y una fuerza que yo jamás he tenido, y que en este nuevo siglo he perdido casi completamente. En la espectacularización de todo, nadie sabe a dónde vamos ni quién nos guía hacia un futuro que parece alejarse al mismo ritmo, o a una velocidad superior, con la que nos ve venir para atraparlo. Pasado el medio siglo, el último Heidegger no fue menos crítico con el capitalismo moderno que Karl Marx en el siglo XIX: uno habló de «entes», el otro de «mercancías». Muchos filósofos siguen sin entender hoy al viejo profesor de Friburgo cuando hablaba del «ser» y su progresiva ocultación, su retirada de la escena pública. Si estos filósofos y pensadores hubiesen leído a Hölderlin y a Rilke con la intensidad y la pasión con que lo había hecho el fascista Martin Heidegger, entenderían cuánto dependió su pensamiento de estos poetas y de otros como Goethe. Ahora ya nadie parece preocupado por el ser, por qué cosa sea el ser y dónde se encuentra. Con el ser de Heidegger, y la lógica capitalista de las sociedades más avanzadas, se ha marchado el futuro: nadie puede preocuparse a tan largo plazo. Nos queda la incertidumbre y el pathos de una indignación más desarmada e impotente que nunca. Nos quedan acres de frustración y desencanto contra un enemigo cuanto más poderoso y adaptable, menos visible. Guy Debord lo ha dicho mejor: «el centro de control ahora se ha ocultado, y ya no lo ocupa ningún líder conocido ni una ideología clara».

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