miércoles, 8 de octubre de 2014

CALLE OLIMPIA, CALLE DEL MAR 

 
Vivir así, contemplando tan solo cómo cambia la luz mientras la noche todavía, entera y perezosa, está sobre la cama, llena de dedos y de párpados. Habitar esta calle marina mientras se arrodilla la tarde y, junto a la orilla, pasean extranjeros o cenan, y luego te cruzas con una antigua alumna que progresa en su boscoso español del Báltico. Habitar este bosque de sal innumerable, esta alborada sin albatros; pero donde anidan las gaviotas que al anochecer picotean restos de sol entre las algas. Saltar estos charcos cuando baja la marea, ver cómo se ondula la sábana del mar, cómo los perfumes y la sombra lo saturan todo. Ir por estos desiertos, custodiados por falaces adelfas, por recuerdos violados, por piedras que cubren lo que no se puede esconder. Estar así, articulando un italiano extraño y dubitativo, defenderse de los tataranietos de Dante con un infierno nuevo, lleno de diccionarios y periódicos. Pensar que la luna es una consecuencia de estas montañas, que tu soledad en la piscina es una ocasión para seguir andando hasta donde sigue sin haber nadie. Así, mientras se cierran las fronteras para no morir, vivir como quien se cuece en su caldero satánico y ser feliz no obstante, con la simplicidad alucinada del que se ha concedido unas cuantas rutinas y ahorra sus asombros. Comprarle un helado a una mujer morena, pasar las páginas de una guerra perdida. Ver cómo el desierto se parece a una intimidad para esfinges temblorosas. Vivir, habitar, sobrevivir en estos predios, rezar corrigiendo viejas oraciones, acariciar gatos ajenos que se parecen al gato de Poe. Despedirse de Sasha, decir adiós a Jocelyn, que sabía tanto de Uruguay y de canarios antiguos, de Onetti y de cómo duele el atardecer en Montevideo. Despedirse de algo o acariciar otra cosa, emprender antes de que amanezca un viaje al acantilado, y recordar allí todas aquellas noches hablando de cine hasta reinventarlo. Quedarse aquí, pasar de nuevo por el viejo parque de la infancia donde aún da vueltas un tren imposible. Ganar a fondo tu derrota en los Jardines de Coral, practicar un francés jergal y de extrarradio. Dejarse mecer por las ramas de grandes laureles de Indias. Emborracharse en la plaza del grito de los niños. Mamarse bien, como en un tango de Discépolo, algunas madrugadas en una terraza inglesa. Estas cosas imprescindibles, casi nuevas.

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