lunes, 20 de octubre de 2014

AURELIO CUROPI



Nadie podía suponer al joven Aurelio Curopi como alguien interesado en la ciencia o en las letras; es decir, no parecía uno de nosotros, un lector, sino un caminante, uno de esos que caminan día y noche entre los cardones y las piedras del desierto. Nadie sabe qué hay más allá del “Recinto” ni qué buscan los que caminan en los secarrales porque nosotros, los civilizados, lo tenemos prohibido y no vamos allí jamás. Los desobedientes que se han internado en esas arenas no han vuelto, y los mensajeros y peones que hemos enviado y logran alcanzar, en un último suspiro, nuestras terrazas, pronuncian unas pocas palabras de horror antes de morir ahogados en su propia sangre y en sus vómitos.
Las gentes del desierto son seres requemados y solitarios, casi mudos, que hablan una lengua que nadie ha podido descifrar hasta ahora. Nuestros libros de terror infantiles se han escrito inspirados por todos los prejuicios y temores que manejamos sobre ellos. Nuestras novelas negras o nuestros relatos de terror para adultos están copados hasta el hastío sobre especulaciones semejantes, que redundan en la invasión de nuestro espacio terrestre y la violación sistemática de nuestras leyes y nuestras vírgenes.
Nosotros estamos protegidos por altas alambradas, y tenemos agua en nuestros baños y piscinas y vino en nuestros copas. La verdad es que no entiendo cómo pude conocer a Aurelio y su literatura. Todavía me pregunto muchas veces cómo logró salvar nuestro sistema de seguridad y llegar hasta nosotros. Antes de morir, agotado por la infección y casi desangrado a pocos metros de nuestras terrazas (los guardas habían descargado varios disparos sobre su cuerpo), leyó algo y pareció rubricar una última cosa en el papel manchado que sujetaba en las manos. Solo porque el muerto sí que conocía nuestra lengua pudimos entender, pese a la complejidad que planteaban muchos pasajes, que éramos nosotros los bárbaros.



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