jueves, 2 de octubre de 2014

522 AÑOS DE SOLEDAD


Cristóbal Colón (Génova, 1436-1456 - Valladolid,1506), después de tocar a la puerta de algunas monarquías europeas, logró convencer a los sacrosantos y genocidas Reyes Católicos para que apostaran por su proyecto y financiaran su viaje a las entonces llamadas Indias Occidentales, lo que provocó el descubrimiento de América. Este proyecto no es inocente: a Colón no lo mueve el altruísmo, sino el afán de riquezas, de títulos, de poder, en definitiva, El Dorado. La Corona Española, tras la conquista y matanza que hizo en Canarias a lo largo del siglo XV, decidió arriesgar con dinero judío y proveyó a Colón de todo lo necesario para emprender su viaje. Y la llegada del almirante a lo que luego fue América supuso otra matanza de muchos millones de nativos (¿treinta, cincuenta?), y la rapiña de todo lo valioso que se encontró en las expediciones y viajes que se hicieron inmediatamente después. España se llenó los bolsillos mientras pudo y hasta la aparición de los piratas ingleses, quienes comenzaron a atacar a los galeones que trasladaban el oro desde una orilla a otra; es decir, a robar un oro ya robado después de sofocar con sangre las llamadas colonias de ultramar.
Cuando se alcanzan los primeros años del siglo XIX y Bolívar, tras traicionar a Miranda y pactar con San Martín en Guayaquil, se arroga el papel de libertador de América, el continente no ha perdido su imagen de tierra de ensoñación que tenía, al menos, desde finales del siglo XV. América continuaba siendo para los europeos de entonces el gran contexto de la vida, de la fiesta, del alcohol; el paraíso terrenal y dionisíaco donde todo es posible, y agradable traspasar cualquier conductismo o protocolo moral. En ella pone el viejo continente la irracionalidad y los instintos. Europa es, por tradición y espesor cultural, el continente de la razón, el ilustrado, que ordena e imprime rumbo y sentido a la historia, como pensaba Hegel; o trata de cambiarla ejerciendo una praxis sobre ella, como quería Karl Marx. Por eso nos encanta, en algunas novelas escritas allí, que los curas leviten o las alfombras vuelen, lo cual no es necesariamente bueno ni malo; pero me interesa de estas imágenes el que se ajusten tan cómoda y plácidamente con la mirada heterotópica o utópica que nos gusta conservar de América Latina; la misma que nos legaron el peso estereotipado de los siglos, o el propio Marx.
Me parece que quien más y mejor se aprovechó de ello, recreando y capitalizando estos mitos y prejuicios de los propios europeos, fue Gabriel García Márquez. García Márquez escribió siempre dentro del llamado “Realismo mágico”, ese clima narrativo que quizá inaugura el guatemalteco Miguel Ángel Asturias con su novela El señor presidente (1946) y que, entre otros, el extraordinario escritor cubano Alejo Carpentier estudió en su ensayo “De lo real maravilloso” (Tientos y diferencias, 1967). Mientras tanto, en la otra orilla nos satisface comprobar que teníamos razón, que somos los dueños exclusivos de ella, y que esa es nuestra diferencia, nuestro rol con respecto a Latinoamérica. Porque, aunque a algunos nos intrigue hasta la incomprensión, una mayoría muy respetable de lectores prefiere los inventos y milagros de Cien años de soledad (1967) que Paradiso (1966) o los relatos conceptuales e intelectuales de Borges, contradictorio y hasta deplorable políticamente hablando y quizá el gran escritor del siglo XX en español. La intelectualidad, el enciclopedismo, el pensamiento, la reflexión... son europeos; ¿a los jóvenes escritores latinoamaericanos aún les queda solo la magia y la superchería? Leyendo a algunos de los nuevos narradores, convengo en que no y espero que siga siendo así.

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