viernes, 10 de octubre de 2014

                                     
ENTRE UN DESIERTO Y OTRO


Esta tarde, en la playa, el sol entra y sale del libro, marca las páginas con fuego, con la arena que el viento sopla. Esta tarde el sol llena las palabras de materia desolada. El viento gime en las piedras derruidas del castillo junto al mar. Como un perro herido, el viento aúlla, gime, mientras el sol, como en un juego, elige unas hojas y otras no de los árboles extranjeros, del flamboyán, los árboles rojos y verdes de la playa tardía. Esta tarde, una tarde cualquiera y transparente, hay un niño también sobre la arena, en el agua. Hay un niño mojado que va y viene de un desierto a otro, entre los gritos salvajes del viento en las paredes de las palabras que leo, del viento que quiere entrar bajo la cúpula o la bóveda de las palabras inaccesibles, invulnerables en su cuarto de fuego. Sobre las montañas, en las laderas, en el rostro de tabaibas y cardones y piedras, miro, en las montañas que custodian el mar, el paso negro de las nubes blancas, el viaje, la trasmigración oscura de las nubes celestes y, en mis ojos, se mueve su escritura, avanza y retrocede, sus palabras que nunca fueron más densas y extrañas, sus trazos en fuga desde el papel diáfano del cielo de verano hasta el papiro, hasta los pliegos y las hojas, las páginas ardientes y calcinadas de la tierra de malpaíses y páramos, promontorios y lomas. El niño vuelve, quiere que me bañe con él. Quiere nadar hasta las rocas de afuera, hasta las aguas más profundas y oscuras; allí, entre los peces que huyen asustados o se disputan la comida que les ofrecen los pescadores, las ancianas, los bañistas, no las adolescentes, las muchachas rubias y extranjeras. Todo es sensualidad, todo es encanto y sentido, todo es sensación y cabellos muy hermosos. Todo es duda y preguntas: al hombre que está comiendo, al que pone y quita las hamacas. Todo es ausencia y constancia, llegada y precisión, densidad y diferencia. No aprendí a leer aquí, pero estoy leyendo y aprendo, otra vez, a conocer y a bordear lo que nace o resucita. Rodeo, le doy vueltas al sol, que no sabe, que está ciego, como Edipo, como Homero, como la llama que permite ver; pero no puede mirar. La muchacha, la francesa, acaricia el borde de un vaso, luego besa, pone los labios y bebe el licor negro, la tinta dulce, quizá de la noche, el color del misterio. Bebe la boca en vaso que no bebe. La mano escribe o roza la superficie del papel, como si fuera el área invicta de un cuerpo extranjero, como si fuera el cielo escrito por nubes difusas e inconstantes, por garzas o gaviotas virtuosas. Esta tarde, en la playa, el sol entra y sale del libro; como Teseo, dobla su clámide, bebe en las copas negras del lenguaje y busca al monstruo del sueño, al híbrido, al descendiente de las transformaciones. Todo es ritual o llueve, ceremonia o liturgia. El sol enhebra, en lianas invisibles, las esquinas, los arcos, las paredes negras y tatuadas del poema. El niño, de pronto, vuelve y dice que quiere dibujar en la arena. Tiene que elegir, como el pintor elige un momento, como el poeta elige una palabra, como el traductor elige una forma de la metamorfosis. Tiene, se propone elegir un animal: una salamandra o un delfín. Elige un delfín, un pez de arena. Todo es elegir descubriendo otra cosa en el reino de la visión. Todo es una cita cumplida con el rey, pero no se puede confundir a un hombre con el sol, no son lo mismo; aunque nuestro sol sea una dimmensión humana. Todo son fragmentos amargos de sentido, un coloquio con los extranjeros que guardan sus cuadernos rojos en sus bolsos blancos. Cangrejos ermitaños, aprovechan cualquier concha abandonada, como nosotros: hay que habitar el día, llenarlo, sin nosotros no sería una parcela de aire, un arquetipo mitológico. ¿Ves? La brisa salada mueve la flor roja de los flamboyanes, la flor morada del jacaranda, la flor salada del mar azul oscuro o verde y los cabellos, las flores mustias y desveladas del cementerio, la flor ígnea del mundo y la flor sin flor de la escritura. Esta tarde, en la playa, entro y salgo del libro. En un azar elijo unas hojas y no otras. Flota el aire translúcido. Suena un cuarteto de cuerda en la casa blanca, en la ladera, en un cuarto de fuego. La música me salva. El sol se pone, los extranjeros se marchan. El niño acaba su dibujo y lo destruye. Fin y recomienzo. El mar, los árboles y el libro, los cuerpos son una inundación de la noche. La apuesta es al vacío. Dulces y negras, incesantes las desapariciones. Cada vez es más difícil leer y necesario. Ahora, quizá, solo perdura la ausencia, el exilio, el éxodo. Ahora hay que leer, expulsados del mundo, en su materia negra y calcinada.








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