martes, 7 de octubre de 2014

GIOVANNI DIGRAZIA





Esta mañana, su figura estilizada y salvaje de empecinado adolescente se ha topado conmigo entre la terraza y los jardines del bar. Casi amagué con saludarlo, pero no lo hice; luego, su actitud, sus posturas, su charla humeante y nerviosa, adornada de inesperados giros idiomáticos y extranjerismos, me ha intrigado. Mientras sorbía en silencio el primer café y deslizaba mis ojos por un periódico, me encontré preguntándome cuánto tiempo hacía que Giovanni Digrazia pululaba por allí, en lo que yo consideraba, con absurdo exceso, “mis dominios”, a la ombra lunga della mattina. Lo miré mientras saludaba en un tosco italiano dialectal al dueño del negocio, y luego a Patrick en ese francés jergal de los parisinos que hablan su idioma con desdén, o le den la vuelta a su antojo: eh, mon pote, çava la mif?. Repasé mentalmente mis inútiles diarios, amarillentos y virtuales, y me dije: “poco más de año y medio”.
Como aperitivo, y como era su costumbre, pidió una copa de vino blanco. Aún faltaba más de una hora para el almuerzo y, mirándolo, recordé las habladurías que había escuchado sobre él: nada especial, la leyenda común a esos hombres, algo gastados por los fuegos de artificio de la vida; pero que juegan a ser jóvenes durante mucho tiempo, y beben hasta tarde en la piscina, se bañan en el mar de madrugada con mujeres dudosas después de una borrachera, comercian con cosas prohibidas, de oscuro prestigio, en este sur cicatero o difícil, y han tenido un pasado europeo y políglota, al que le gustaba menudear en los mejores vicios: caviar de beluga del Caspio, champán, vino de Provenza, o los verdaderos e imposibles lugares baratos de Roma… Hace mucho que Venecia agoniza.
La francesa madura y teñida de la mesa de al lado, ha fingido dejarse seducir por los ojos turquesa de Digrazia, e imaginé su bonito cráneo de rey desconocido sepultado bajo el cemento de cualquier ciudad industrial: Leeds, por ejemplo, pero me parecía imposible. Era mejor imaginarlo como el cadáver congelado de una expedición que se pierde en los hielos del Ártico, o suponer, simplemente, que seguiría allí, es decir, aquí. Más sencillo pensar que alguien lo amenazará dentro de unos pocos segundos por una deuda olvidada, que habrá forcejeos y gritos, y que la caída de una copa de vino es un símil perfecto para un crimen subtropical. El raro final de un extranjero de primera entre el bochorno arrabalero de su palacio arruinado.


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