SOLO
SON UNA BRISA, UNA NUBE
Casi
han pasado veinte años desde que dejaron el instituto para ir a la
universidad, y seguir cada uno con su vida por separado. A pesar del
tiempo transcurrido, Alejandro aún se pregunta cómo serán los
besos de ella, y se tortura imaginando a los hombres que la habrán
besado a lo largo de ese tiempo. Solo una vez le había besado la
mejilla, en 2º de Bachillerato, cuando salían juntos de una clase.
María decidió estudiar psicología y salir con otros chicos,
tratando de olvidar ese amor imposible que nunca había sido y que
quedó remoto y melancólico, como la última canción de una verbena
que atraviesa las laderas de la noche para no dejarnos dormir.
En
la actualidad, él vuelve de noche al pueblo de la adolescencia,
donde fue feliz sin saberlo, al instituto, y camina sobre las aceras
donde le decía que había soñado con ella, mientras María se
ruborizaba y agachaba la cabeza cuando salían juntos de clase de
inglés. Ella ya no vive allí y ahora trabaja como psicóloga para alguna empresa. Acaba de dejarlo con su último novio.
Ambos son felices a ratos, con esos placeres pequeños que cualquiera
puede cultivar con un poco de imaginación y otro poco de orgullo,
sentados en terrazas donde la noche se hace evidente de pronto, y hay
que dormir porque mañana es día laborable y se madruga.
Todavía,
después de casi veinte años, a veces el uno sueña con la otra y
viceversa. Alguna vez se han encontrado en jardines atardecidos o en
cafeterías bulliciosas, siempre de camino a algún sitio donde no
hacía falta llegar tan pronto como aseguraban. En esas ocasiones,
ella parecía feliz y resuelta mientras le preguntaba cómo le iban
las clases, si también estaba de exámenes o en qué estaba
trabajando. Luego le decía que estaba bien y que ahora vivía en el
Puerto. Él intentaba parecer indiferente y maduro, mientras se
deshacía de dolor por dentro viendo lo guapa que estaba, y pensando
que seguía teniendo la misma voz que se había grabado a fuego en su
memoria. En cambio, solo podía decir que había sido bonito
encontrarla, y que de casi todo ya comenzaba a hacer veinte años.
Ambos
intercambiaban entonces sus teléfonos y se despedían con un beso,
suave y leve, de nuevo en la mejilla. Ella entonces seguía andando
camino de su coche, aunque ese día no lo hubiese traído, mientras
se le desgarraba el alma. Emocionado pero triste, Alejandro seguía
hacia su casa subido en el tranvía. En ese momento, ambos se decían
a sí mismos que lo más importante era que el otro estaba bien y,
ante eso, los sentimientos de cada uno pasaban a un segundo plano. Al
fin y al cabo, ella ya no va casi nunca a su pueblo ni se pasa por el
viejo instituto, y él sigue esperando de madrugada, en el mismo
banco, bajo las estrellas, a una chica de dieciséis años con la que
ha soñado anoche, y con la que se sienta muy cerca en clase de
inglés.
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