LAS
FOTOGRAFÍAS
Una
lluvia invisible o metafísica horada, inadvertida, las fotos de los
adolescentes, las orlas grises del instituto. En ellas suelen crecer,
con humedad nueva, plantas y vegetaciones, árboles neblinosos que
van ocultando una media de un rostro por año. Esos rostros son
sustituidos, en la espesura, por diestros animales amenazantes. Todo
ocurre insensiblemente. Los rostros adolescentes parecen contemplar
un horizonte inmenso que luego se cerrará de pronto, como una puerta
de oficina, y se hará oscuro como un túnel, pero sin luz al fondo.
En estas fotos toda proximidad se siente como una caricia helada o un
golpe imprevisto en el costado.
Las
fotografías suelen ponerse borrosas, llenarse de una niebla
incompasiva que convierte cualquier recuerdo en un tanteo en la
oscuridad, una linterna sin pilas dentro de una galería. En los
pasillos ocultos de las fotos, en sus patios escondidos, aún
retumban las voces de los amigos del colegio: gritos como balas o
flechas que se lanzaron hace mucho y no caen nunca, quizá solo una
alucinación, un eco remoto, un remordimiento de sí mismos. Los
adolescentes que posan junto a ti se han puesto hieráticos, y sobre
sus párpados se agolpa hace mucho una nieve nostálgica, una sal
melancólica que agrieta sus ojos y abisma sus rasgos en un pozo
negro.
Ellos,
no obstante, son tu país, una vieja comarca de olvidados prematuros.
Tú desapareciste hace mucho, fuiste de los primeros. Un animal
desconocido se ha puesto tu máscara y sonríe con tu boca, idéntico
al que fuiste y tramposo jugando con lo que te has convertido. Hoy no
te reconoce nadie. Ni siquiera estás seguro ya de haber estado allí,
al lado de la chica que amabas entonces; pero ella tampoco sabe quien
eres: no se lo dijiste nunca.
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