LA
CASA DEL BOSQUE
No siempre, pero muchas noches a lo largo de su vida, el anciano ocioso y solitario soñaba lo mismo: volvía a aquella tarde fría y lluviosa de su adolescencia en la que se había reunido con un grupo de amigos del instituto para visitar una casa abandonada y al parecer «habitada por espíritus», según le había contado la muchacha de la que secretamente estaba enamorado y que aquel día, por supuesto, no faltó a la cita. En el sueño, el grupo (dos chicos y tres chicas) caminaba por un camino apartado que dejaba el pueblo a sus pies, y se internaba en el bosque; allí terminaba el asfalto, y el olor y la sombra fría de los pinos y los laureles se hacían intensos.
Al
final del camino, que en su recorrido ofrecía distintos senderos que
nadie sabía a dónde llegaban, había una casa grande custodiada por
huertas y jardines generosos. Atravesado por un extraño temblor, el
anciano y sus jovencísimos amigos saltaron el muro de la casa, que
repentinamente se envolvió en niebla; lo que no impedió distinguir
en su interior, junto a un patio con aljibe cercano a la puerta, a
una mujer madura, pero aún joven y atractiva, con una larga
cabellera rubia. Justo en el instante en que ella iba a hablarles,
probablemente para llamarles la atención, despertó.
Este
sueño y cada una de las minucias de aquel día habían permanecido
intactos en su memoria, tanto que llevaba muchos años obsesionado
con ellos y, sin poder pensar en otra cosa, había desperdiciado su
vida en una especie de fidelidad romántica a ese remoto día del
pasado. Podían pasar varios meses, pero siempre volvía a soñar lo
mismo, y despertaba justo en el momento en que aquella mujer rubia,
rodeada de niebla, iba a gritarles alguna cosa que nunca supo qué
era.
Unos
días después, el anciano, harto de una vida anodina y de ridículas
intrigas, decidió coger el coche e ir a visitar el bosque de su
adolescencia que había permanecido nítido en su memoria; pero que,
cuando llegó a él, apenas sí reconoció. Allí, a la izquierda de
la carretera, donde acababa el asfalto, aún se abría el camino del
sueño después de tantos años. Bajó del coche con dificultad y
empezó a caminar con una rara emoción que le pareció tan ajena o
remota como una historia contado por otro. Como entonces, en los años
de la adolescencia, el camino subía dejando el pueblo abajo, antes
bajo laureles y pinos de un verde intenso y ofreciendo senderos
diversos por los que nadie cruzó nunca, hasta la casa, muy distinta
a cómo la recordaba o la recreaba su fantasía con tanta y tan
inexacta precisión. En lugar de la mujer atractiva y rubia del
sueño, un muchacho respondió a su intromisión:
—Dime,
chico —dijo
el visitante—,
¿de quién es la casa, está en venta?
—Es
mía, y no la vendería por nada del mundo: mi abuelo se pasó la
vida soñando con ella y ahorrando para comprarla, pero no le
aconsejaría que lo hiciera… ¡El espíritu de los que no descansan
en paz, los fantasmas y el rencor del pasado la habitan!
—¿Espíritus,
fantasmas, rencor? —Dijo
el anciano visitante—.
Pero ¿de quiénes, quién eres tú? Y, si sabes eso, ¿por qué
sigues aquí?
—¿Hace
falta que le responda? —dijo
el otro, mientras cerraba la puerta casi con indiferencia.
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