I
CAN ONLY SAY THERE WE HAVE BEEN
Gordon
Davies es inglés, pero su madre se llama Tika y es francesa, de
Tours. Tika es una viejita grande y oronda, rugosa, morena y siempre
risueña, que acaricia constantemente y mima a su gato, blanco como
un armiño o la nieve que aquí no existe. Gordon es cincuentón, con
gafas de pasta, parcialmente calvo, y regenta un pequeño bar en una
zona deprimida y vagamente turística del sur de Tenerife. No tengo
duda de que madre e hijo se adoran y se detestan intensamente. Antes,
este bar que ahora abre y cierra Gordon, lo llevaban unos uruguayos
alegres y festivos que casi desfilaban por la calle cuando su
selección ganaba algún partido, y, como todo uruguayo de pro,
detestaban que los confundieran con argentinos. Creo que este es el
primer año de Gordon por aquí, y ya ha conseguido fidelizar a una
clientela plural de franceses, italianos y alemanes de nostalgia nula
y abundantes alcoholes.
Por
las mañanas forman un cónclave de lagartos curiosos, expuestos al
sol del sur como fieras saludables pese a los muchos vicios heredados
o adquiridos en propiedad. Se lisonjean, discuten, beben cerveza o
vino blanco y fuman siempre, como si echaran de menos la niebla del
centro de Europa. Antes trabajaba en el bar un muchacho menudo y
delgado, pálido como un folio, llamado Dino, que hablaba conmigo de
fútbol y corregía mi italiano medieval. Luego Dino se fue y vino
Jocelyn, y después una florentina que —cansada
de ver el Arno— ya nada le parecía hermoso. Ahora Gordon, tras
muchos camareros frustrados, se ha quedado solo con una italiana de
mediana edad que se parece levemente a su madre, y con las flores
indiferentes que rodean su negocio. Hace un tiempo que Gordon viste
siempre de negro, como si le guardara fidelidad a una pena
clandestina, a una tristeza secreta. Hace mucho que Tika no ha vuelto
por el local con su gato.
Cuando
ha pasado de largo el mediodía y cae la tarde, los habituales
abandonan sus mesas y de noche llegan tipos extraños, que beben
hasta caerse y codician cualquier otro lugar del mundo menos aquel
donde puedan encontrarse. Ya he memorizado los vinos y los whiskies
de Gordon, aunque muchas noches escoja ginebra para olvidarme un poco
de lo que ocurre a mi alrededor, que es como despreciarme sin querer
saberlo. Cuando cierra el bar y me marcho, suelo bañarme de
madrugada en el mar o en la piscina, muy tarde, cuando la luna ya ha
ardido, y las adolescentes vomitan hasta vaciarse al borde de una
tumba con la tierra fresca.
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