LAS
PALMAS, 2001; SEVILLA, 2007
El
Ruso le dijo al Chino y a Grosén que movieran el culo y sacaran a la
gente del bar de una puta vez. Mientras, vi a Mary entregando la
recaudación de la noche al dueño. Después salimos El Ruso, ella y
yo camino del furgón del primero. Creo que a aquellas horas ya no
quedaba ningún garito abierto, pero los aparcamientos estaban a
rebosar y los after empezaban su negocio, con las trans poniendo el
culo en pompa apoyados en la barra y los coyotes pasando papelinas en
el baño.
Los aparcamientos
parecían la selva del Amazonas: cualquier tipo de fauna
era posible. Depredadores y presas se esperaban o se deseaban, cada
quien aguardando su momento en una invariable pausa alucinatoria.
Desde las puertas abiertas de los coches, la música seguía
rompiendo el aire limpio y crujiente de la mañana. Maleteros llenos
de botellas, bolsas de hielo y vasos de plástico. El asfalto
cubierto de cristales, jeringuillas, servilletas y condones.
Alrededor de un viejo escarabajo rojo, unos guiris con pinta de gays
seguían la fiesta. Llevaban plataformas y pantalones y camisas
cubiertos de brillos y piedritas de bisutería. No paraban de bailar
con los ojos cerrados y los brazos abiertos, como en una especie de
delirio psicotrópico bajo el sol.
Pasamos junto a
ellos, y El ruso escupió con asco un gargajo enorme y verde como una
pastilla efervescente de rencor. No lejos de allí, sentados sobre un
antiguo volvo azul con los cristales tintados, un grupo de greñudos
vestidos de negro y metal miraba con desprecio la escena. Desde el
interior de aquel viejo coche, una música rasposa e incompasiva te
taladraba los tímpanos. Cada tribu se distinguía por la tromba de
ruidos y aspidistras de óxido con la que se torturaba. Todo aquello
era como un fogonazo de clavos ardientes clavándosete en el cerebro.
En un rumiar incansable de quijadas trabajadas por la anfetamina, se
les podía ver masticando el odio como si ese sentimiento fuera el
desayuno: un bocadillo moral de hierro gris durísimo e imposible de
tragar.
Los guiris con
pintas gay seguían exhibiéndose, desprejuiciados y ajenos a los
peligros que acechaban alrededor, como crías de pájaro que hubiesen
caído con el nido entero al suelo desde su rama psicodélica. Los
camellos seguían haciendo su agosto, y cada grupo se iba
aprovisionando de nuevos víveres para fingir la oscuridad y la
noche, como si el día hubiese sido solo un impás inoportuno y
molesto. El cuerpo me temblaba por entero: los dedos, las manos,
mientras seguía viendo a los demás pasándose cosas mortales a la
espalda, en un comercio clandestino y fatal que no parecía tener
fin. Podía deletrearse la ansiedad y la desesperación en aquellas
ojeras, en aquellos labios agrietados, en los ojos casi en blanco.
En el asiento
trasero de algunos coches, los aficionados a la ketamina dormían un
sueño helado, un concierto deslizante y líquido con las pupilas
dilatadísimas, rastreando una tierra profunda que se movía a una velocidad de
vértigo. Por el camino, una muchacha con la cabeza parcialmente
rapada, y los brazos llenos de tatuajes, vomitaba de rodillas. El
Ruso le pateó la espalda y la chica cayó al suelo.
-A echar la pota a
casita, a ver qué dice tu papá -dijo.
¿Los círculos del
infierno? Ja, me reía yo de Dante entonces. Aquello sí que era el
infierno, un infierno de espirales rapidísimas en una dieta de
insomnio perpetuo. Todos eran como Tántalo o el burro y su
zanahoria: mirando una recompensa que siempre se les escapaba de las
manos en un último momento de desesperación. Cuando entramos en la
asquerosa furgoneta hippie del Ruso, Mary nos pasó un frasco con
popper. Aspiré con intennsidad y un tornado de fuerza ocho me abrasó
el cerebro, como una aspiradora gigantesca que quisiera tragarse tu
cabeza. Me sentí como un pantalón viejo, roto y acartonado al que
se le da la vuelta de un tirón antes de meterlo en la lavadora. A
los pocos segundos regresé.
Mary ya había
sacado de su bolso de los horrores un papel de plata que contenía
caballo. Preparó unas cuantas rayas y El Ruso ya había convertido
el papel de una vieja multa en un cilindro perfecto; o quizá era un
billete, no sé. Sabían lo que se traían entre manos, eso sí, y lo
habían hecho un millón de veces, como monstruos o mascotas con
alguna habilidad que exhibir hasta el agotamiento en un concurso de
televisión. La llama del mechero bajo el papel de plata hizo que se
desprendiera un humo ácido de la heroína que uno casi podía tragar
con la nariz.
- ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Mary.
- Ahora sí que vamos de camino al infierno, guapita -dijo El Ruso.
Y eso fue todo, todo
lo que recuerdo de aquel viaje en el que nunca supe quién condujo o
cómo llegamos a casa de la rubia y guapa Mary. Cuando desperté
habían pasado como seis años y no encontré nada reconocible
alrededor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario