EL
ENCARGO
Te
he visto entrar e ir acercándote con gesto chulesco, con descaro,
casi tratando de llamar la atención pese a lo delicado del asunto;
pero supongo que has hecho esto en demasiadas ocasiones, tantas que
la costumbre y los mecanismos del tedio le ganaron la partida a
escrúpulos y remordimientos hace muchas noches. Me has visto sentado
a la barra, solo, mareando una copa, con cara de perro apaleado. Te
has sentado junto a mí y has sonreído con suficiencia. Creo que
solo dijiste: «Buenas noches, Ray», antes de enseñarme el cuchillo
y hacerme un penúltimo gesto amenazante.
Pareces
un matón cualquiera, despreciable, pero yo aún soy peor porque me
dejo dominar por la cobardía y el miedo. Son patéticas y
despreciables mis lágrimas, mis excusas, mis peticiones de piedad,
todas esas argucias por un poco más de vida. ¿Por qué ibas a
escucharme, qué significa todo esto para ti? Tú solo has venido a
hacer tu trabajo, algo limpio y rápido, sin testigos incómodos ni
pruebas, sin preguntas. Ya te he prometido hasta lo que nunca tendré,
pero es inútil y pareces tan indiferente como cuando entraste en el
bar.
Luego
el gesto es rápido y preciso: de abajo a arriba, hundes la navaja en
el estómago y tiras fuerte, con decisión. Las manos y el agudo
dolor no aciertan a contener las tripas. En realidad ha sido un
crimen chapucero e indigno de ti. Nadie podría relacionarte con
esto. Pensarán que ha sido cualquier matao.
Es casi perfecto, ¿no crees? Bueno, pues ahora solo falta una última
cosa, un pequeño esfuerzo imaginativo: supón que a ese cabrón, que
bebe y se ríe despreocupado en el fondo del local, lo odias tanto
como a mí. No te pido que te ensañes como lo harías conmigo, pero
quiero ver el pánico en sus ojos: te he pagado para eso, para
disfrutar ese momento. Sus vísceras y las mías quizá no sean
distintas.
Muy buen texto. Felicidades Iván.
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