HOMBRE
Como
se trata de una autora inédita hasta ahora, me permitiré dar unos
datos biográficos mínimos. Evelyn de Lezcano nació un 19 de
septiembre del siglo pasado en Las Palmas de Gran Canaria y estudió
en la universidad de esta ciudad. Antes de la reciente edición de su
primer libro, Hombre
(Huerga y Fierro editores, 2014), Evelyn había publicado poemas en
revistas digitales como Terminal,
Palabras
Indiscretas,
Resonancias
literarias,
Palabras
diversas,
Letras
TRL,
MONOLITO
y Letralia.
Además lleva el blog de poesía maevelyn19.blogspot.com.
Ha sido incluida en la Antología
Poetas Siglo XXI,
de Fernando Sabido Sánchez; en la muestra visual de Poetas de Gran
Canaria, preparada por Francisco Lezcano Lezcano; y en la Muestra de
Poesía Canaria que realizó el traductor y poeta Mario Domínguez
Parra para la revista mejicana Círculo
de Poesía.
Como
decía más arriba, Hombre
(2014) es el primer libro de poemas publicado por la autora. Se trata
de una serie numerada de textos sin título donde la voz poética,
dueña de una admirable administración de recursos retóricos,
invoca o evoca a un hombre genérico y total que parece incluirnos a
todos. Sin embargo el libro, que está dedicado a y se abre con dos
citas de Leopoldo María Panero, parece cantar, buscar y comprender
al poeta madrileño, o al menos al concepto o la noción que éste
tenía del hombre y de la condición humana, conceptos que siempre le
obsesionaron y colocaba en entredicho pues el hombre, cada uno de
nosotros, es siempre algo precario y fugaz, frágil y vano.
No
son un adorno ni gratuitas las citas de Panero, pues ambas se
complementan y parecen ofrecer el contexto conceptual, semántico y
simbólico, donde se desarrolla Hombre.
Así en los poemas escuchamos una voz pagana e irreverente,
existencialista, dividida entre quién es y quién cree ser: tal vez
en esa disyuntiva se halla la estatura real de un hombre que parece
condenado a encontrarse con la incomprensión, la soledad, y el
silencio indiferente con que nos vemos sin reconocernos: “Algunos
hombres, / a los que nadie mira de frente, / atisban / los espacios
que brotan entre dos espantos (...)”.
El
hombre de hoy habita la normalización del desastre, de la ruina y,
finalmente, de una nada que, tras el giro copernicano que significó
la muerte de Dios (inaugurada por la Peste Negra duranta la Baja Edad
Media y Descartes, y rematada por Nietzsche) y dos guerras mundiales,
se convierte en el último nombre del lenguaje y en la conciencia de
un hombre que se siente solo en el universo, sin esencia ulterior de
sentido final: “(...) se están cayendo cuatro párpados, / dos
seres enroscados a la nada”, nos dice la poeta desde el comienzo
del libro pues lo que inauguramos hoy es un perpetuo atardecer, una
decadencia, un ocaso sin fin punteado por dioses para media hora.
En
este primer libro de Eve aparecen, discontinua y oportunamente,
personajes o seres sin un referente real claro o incuestionable, como
el “Señor en Blanco y Negro” que es nombrado en el segundo poema
para sostener una tensión, a la vez, dialógica y silenciosa con la
voz poética. Ese “Señor”, que tiene la mirada preñada por un
gran peso de odio y de fracaso, ensaya un golpe que no acaba de
infligir nunca y, de alguna manera, acusa al yo poético de una
derrota, de la pérdida de algo desde su mutismo, un silencio
desconsolado y doloroso. Ese “Señor” desmenuza, destroza y
quiebra con sus ojos acusadores a la voz que nos habla en este libro
y que, como el espejo roto donde se mira el hombre moderno, ya nace
dividida y fragmentada por un mundo interpretado, parcelado, en el
que distintos poderes se disputan un control castrador y absoluto
sobre el ser humano y sus posibilidades.
En
el IV poema de la serie, uno de los más bellos e intensos del
conjunto, un hombre herido por la mentira, por los sofismas y la
lanza de los fariseos, busca una huida cuando cae a golpes una tarde
viciosa y plagada de sombras. Ese viaje
a ninguna
parte
que emprende sólo está aliviado por la soledad, por la distancia
que puede abrirse con respecto a los otros (infernales muchas veces
si recordamos las famosas palabras de Sartre), pues ya ningún fin u
ojetivo parece bastante deseable: “(...) Se ha hecho noche. /
Págame un taxi. / Llegaré a ninguna parte / y así despistaré a
los que me siguen”. “¡Qué alivio!.../ Eres un árbol y / no
puedes seguirme”, diría remedando a Félix Francisco Casanova, un
poeta muy querido por algunos amigos.
No
faltan en este libro el compromiso cívico y la denuncia de las
apariencias y los
monederos falsos
en una ciudad que puede ser cualquiera y que se muestra “limpia”;
pero camufla sus alcantarillas y sumideros, como ocurre en el V texto
del conjunto: “Limpia ciudad que excreta residuos / por miles de
sumideros camuflados. / ¡Qué bien funcionan las alcantarillas de
esta ciudad! (...)”. En esa ciudad, sólo reluciente hacia afuera
pero quizá podrida en su interior, la identidad es algo de lo que
han despojado al hombre porque le han arrebatado los medios
materiales para su subsistencia, y es algo que éste trata de
recuperar en mitad de una miseria que lo empuja a la búsqueda de un
poco de comida entre los tachos de basura: “(...)Te llenará de
esperanza ver / que en esta ciudad, hay gente / que con la misma
paciencia / o con más paciencia / o con impaciencia / buscan, / en
los contenedores de basura, / una identidad que llevarse a la boca
(...)”.
Es
la ciudad postindustrial y postutópica que nace fría y desconfiada
entre las ruinas de la ciudad moderna, y donde el poeta, perdido el
halo sacro del profeta bíblico, habla o perora sin ser escuchado,
gritando sus propias palabras o balbuceando las líneas de dos de los
textos que conformaban aún los cuatro “grandes relatos” o
“metarrelatos” de la Modernidad (La
Biblia
y El
Capital,
de Karl Marx) y que quizá el filósofo francés Jean-François
Lyotard se precipitó al dar por muertos, despreciando el
direccionismo y la influencia sobre la historia y su marcha que aún
hoy poseen. Es esta la ciudad donde el hombre es vigilado y castigado
por la mirada ajena, una mirada inquisitiva y violenta, inclemente,
que lo condena sin usar las palabras: “(...) Solo tienes que saber
elegir, / con calma, eso sí, mucha calma / y cuidándote de la
mirada del otro, / de que no reconozca tus facciones / en tanto no
hayas decidido / cuál de ellas vas a mostrar. / Y si, además, te
sientes motivado / y tu memoria dispuesta, / podrás recitar algún
versículo de La
Biblia,
/ La
Torá completa
/ o El
Capital.
/ No importa y no importa / que detrás de las cortinas / sólo te
escuche / la sombra en fuga / de un roedor”.
Sentada
ante el mar y soñando un viaje cosmopolita y romántico siempre
aplazado, la poeta y su voz habitan “una marquesina lejos del
cielo”; una marquesina metafísica que cae sobre el mar, como
ocurre en alguno de los mejores poemas del primer Eugenio Padorno.
Quizá ese cielo sólo pueda estar habitado por una deidad
incognoscible o epistemológicamente muerta, y en mitad de un
carnaval casanovesco o veneciano de “figuras monstruosas” y
máscaras obscenas, donde nadie desea ser algo definitivo y cerrado,
porque en la Modernidad
Líquida
o Segunda
Modernidad,
sobre las que tan provechosamente han reflexionado Zygmunt Bauman y
Ulrich Beck, eso es un signo de conformidad, de estatismo y de
pesadez impensable o condenatorio. La capacidad de adaptación, de
cambio, de movimiento, de fluidez y de reinvención, definen y
delimitan, en gran medida, la supervivencia material de este
“Laocoonte bicéfalo”, pues el hombre que nos muestran los poemas
de Eve está solo, debatiéndose en una nada cotidiana y normalizada
de la que sólo lo consuelan la amante o el prójimo.
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