EL
QUE VIVE DEBAJO DE LA CAMA
Cada
noche, desde hace dieciocho años, cuando son poco más de las dos de
la madrugada, un hombre sale de debajo de mi cama y me pregunta quién
soy, qué hago en su habitación y por qué no lo dejo en paz.
Normalmente el miedo me paraliza, y no logro articular palabra; él,
aterrado por mi silencio, vuelve a ocultarse bajo la cama unos
segundos después. Es inútil: cuando me levanto, enciendo la luz y
miro, no veo a nadie y entiendo que ha sido una pesadilla y que nadie
puede vivir allí. Cada madrugada, puntual, el hombre vuelve a salir
y me interroga de nuevo, siempre sobre lo mismo. Es apenas un
muchacho moreno, de ojos tiernos y boca femenina.
Una
noche logré decirle que no tenía respuestas para él, y regresó a
su escondrijo. Ya muy raramente conseguía conciliar el sueño. Tres
noches después, el intruso salió de debajo de la cama y volvió a
preguntarme. Le repetí que no lo sabía, pero que tampoco sabía
quién era él o por qué suponía que mi habitación era la suya.
Incluso lo amenacé con contarle a alguien sus intromisiones si
seguía molestándome. La advertencia no pareció amedrentarlo y
nuestras conversaciones nocturnas se prolongaron un mes más. Yo no
le hablé a nadie de mi visitante y terminé por acostumbrarme a su
presencia.
Una
noche, para mi sorpresa, me pidió que cambiáramos de lugar: quería
saber cómo era estar tumbado en la cama y no oculto bajo ella. A mí
no me pareció mal la idea y, compadecido por su situación, accedí.
Esa fue la perdición que arruinó mi vida: cuando quise volver a mi
cama, el visitante me amenazó con cortarme el cuello con un
cuchillo. Desde entonces espero aquí abajo, sin hacer preguntas, en
completa oscuridad. Sé que si asomo la cabeza, la perderé. Nadie me
busca ni parece echarme de menos. Es él ahora quien está arriba, y
no sé quién es ni por qué ocupa mi habitación. No sé por qué no
me deja en paz.
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