[LA MUERTE...]
La
muerte es el único animal que no conoce las puertas.
El
dios de los judíos empezó a caminar por el norte de África sobre
cuatro pezuñas.
El
dios de los cristianos terminó de pisar las azucenas de arena
sobre dos pies izquierdos.
El
dios de Mahoma comenzó a caminar sobre la calavera perdida de un
carpintero judío.
La
muerte es el único niño que, cuando nace, ya sabe hablar.
El
antiguo dios de los egipcios es verde esmeralda como las comisuras
risueñas del Nilo.
La
muchacha más hermosa de la tierra compartió contigo una noche de
otoño a la intemperie. Bebió de tus manos el vino blanco-ácido que
decanta la luna. En la mano izquierda llevaba tatuado el ojo de Horus
vengador.
La
escalera que Jacob usó para luchar con el ángel no es disitnta a la
que usas tú para cambiar una bombilla, o a la que lleva a cuestas el
viejo pintor que habla con los muros desconchados, o corrige la
ortografía de Dios en los techos de la iglesia abandonada, en las
paredes agrietadas de la catedral.
Cada
noche el viento dicta su lección. La mayor parte de las canciones
que canta no las quiero escuchar. Su magisterio limita con lo soportable:
Para
comulgar con Empédocles basta con uno de estos volcanes; basta con
una boca deseosa y una sedienta vocación. Para acompañar a
Empédocles basta con unas sandalias de pescador judío, y unas
briznas de abandono alojadas en los armarios de la sangre o en los
espejos de la mente. Y luego hay que elegir una vía dolorosa y
cargar con un carácter, ya sea de madera de tea o de inspiración
divina. Basta con elegir un destino y regatear por una voluntad con
un anticuario egipcio, o con un mercader turco en las entrañas de
Estambul.
(de
Para
ser recitado al viento sibilante, 2013)
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